jueves, 10 de diciembre de 2015

Las lentejas congeladas



El otro día le comentaba a la Beni que, con el agotamiento que llevo, no tengo ganas ni de cocinar. Ella fue tan práctica como siempre.
¿Por qué no les compras comida preparada?  Aunque sea solo hasta que dejes de trabajar tantas horas y estés un poco más recuperada.
Es que todas esas cosas saben a plástico.
¡Qué va! Eso era antes. Tendrías que ver la de platos ricos que se pueden encontrar.
Siempre me he fiado mucho de su criterio así es que, al final, me convenció para probar alguna de esas delicias. Ella misma se encargaría de ir a comprarlas y de llevarlas a casa.  Y así fue. Aquella misma noche encontré el congelador de mi casa igual de hermoso que los de Carrefour cuando hay fiestas. En cuanto vi los nombres de las cosas que había allí dentro se me hizo la boca agua. Calenté un pollo con verduras que tenía una pinta maravillosa y se lo puse a los hombres. Hubiera dado lo mismo que les hubiera echado pienso para perros. Se lo tragaron sin rechistar. Tantos años en la cocina y resulta que con seis minutos en el micro también se alimentan.
Llevamos comiendo así casi quince días. Todo iba bien hasta anoche…
Llegué a casa reventada después de otras doce horas entre vísceras, sangre y cachos de carne. Tenía las mismas ganas de calentarme la cabeza con el menú como de cortarme las uñas de los pies con una radial. Abrí el congelador y cogí lo primero que pillé. Resultaron ser tres raciones de lentejas a la riojana. “Genial”, pensé pa mis adentros. “Algo así me entonará el cuerpo”. Las calenté en el micro, las serví en la mesa. Los lobos que tengo en casa, se las tragaron a tal velocidad que las habrán cagado sin digerir.  Yo me tomé mi tiempo. Tenía que reconocer que, para ser precocinadas, estaban bastante buenas. Luego me tumbé en la cama y he amanecido hoy a las cinco de la mañana más cansada que cuando me acosté.
He llegado a la carnicería a mi hora de siempre y me he tomado el cafetito con la Maritxell. Poco a poco la parada se ha empezado a llenar de gente y la mañana ha sido un no parar. Un poco antes de la hora de comer ha venido la señora Carmen, una viuda forrada que vive en la parte baja del Eixample y a la que hay que tratar de su excelencia como mínimo. Casi siempre la atiende mi jefa pero hoy, cosas de la vida, me ha tocado a mí.  La buena señora ha hecho una compra con la que seguramente podrá dar de comer a toda el área metropolitana de Barcelona e incluso de Girona. Estaba terminando de hacerle la cuenta cuando me ha pedido que le hiciera un favor.
Niña… ¿Te importaría meterme todo esto en el coche? Lo tengo aparcado ahí fuera en doble fila.
He mirado a mi jefa suplicando que no me hiciera cargar con todo aquello pero, como de costumbre, se ha hecho la loca.
Claro, Doña Carmen. Ahora mismo se lo llevo todo — he dicho al tiempo que pensaba cuántos viajes iba a tener que hacer para cargar todas las bolsas.
En cuanto la clienta ha empezado a andar la he seguido hasta la calle. Y, en efecto, casi en la misma puerta tenía aparcado su flamante BMW sobre la acera. Me ha abierto el maletero y ahí que he empezado a meter las cosas. En una de las ocasiones en las que me he agachado se me ha caído un pedo. Sí y digo caído porque eso es exactamente lo que ha pasado. Ha salido de la nada. Rotundo, denso, apestoso y, sobretodo, sonoro. He asomado el hocico desde la parte de atrás del coche para comprobar si la señora se había enterado de algo. La he encontrado mirándome con una mezcla de estupor y asco. Luego he mirado a ambos lados de la calle y me he dado cuenta que un grupo de paquistaníes que había sentados en un banco a pocos metros se morían de risa. Perfecto. Media calle acababa de oír el pedo. Como tenía que seguir cargando bolsas he respirado hondo, he levantado la cabeza con dignidad y, sin decir ni media palabra, he regresado al interior del mercado a por el resto de la compra. La tenía ya casi cargada cuando me he encontrado a doña Carmen justo detrás.
Meritxell haga el favor de llevar a su empleada al médico porque creo que ha comido en mal estado — ha dicho la buena señora con el claro objetivo de humillarme.
¿Qué es lo que ha pasado, Antonia? — ha preguntado mi jefa en un tono poco amistoso.
Que yo sepa nada — he respondido como si el tremendo cuesco jamás hubiera salido de mi culo.
¿Cómo que nada? ¡Menudo pedo te has tirado al lado de mi coche! — La clienta ha pegado tal berrido que creo que la han debido de escuchar hasta en Montserrat.
¿Qué dice? ¿Un pedo yo? A ver si ha escuchado usted otro ruido y ha pensado que he sido yo. — Pensaba defenderme hasta la muerte.
¡Sé perfectamente lo que he escuchado! Y… ¡Has sido tú!
Mi jefa ha empezado a mirarme con muy mala cara. En ese momento he pensado que lo más inteligente era coger las bolsas y huir. Cuando he llegado al coche he repetido la operación anterior y, otra ristra de pedos, han abandonado mi cuerpo. En honor a la verdad tengo que confesar que estos no se me han caído. Necesitaba que abandonaran mi cuerpo con urgencia porque me estaban dando unos retortijones de barriga de los finos… finos… Por suerte para mí han sido de los silenciosos. Pero olían a muerto igualmente.
Estaba a punto de terminar de cargar toda la compra cuando me he dado cuenta de que no cabía todo en el maletero del coche. He abierto una de las puertas traseras y he cargado el resto de las bolsas en el interior del coche. Y ha sido entonces cuando he sentido la llamada del mismísimo demonio en forma de retortijón tipo “me cago viva”. Estaba segura de que si intentaba moverme no me daría tiempo de irme a un lugar apartado para aliviar mi cuerpo. Tampoco podía quedarme en la posición en la que estaba. Por suerte, soy una mujer de recursos. Me he metido en el coche de Doña Carmen. Me he sentado en el asiento. He cerrado la puerta y he dado el mejor concierto de Año Nuevo de la historia. Lo que ha salido de mi cuerpo no era de este mundo. ¡Dichosas lentejas congeladas! Por suerte he terminado justo cuando doña Carmen regresaba acompañada por mi jefa con una cesta de regalo. A saber qué le habrá contado para que la Maritxell se estire de ese modo.  He salido toda digna del interior del vehículo y me he esperado a que la señora entrara en él. Luego la he mirado con una enorme sonrisa y, en cuanto he visto su cara de estar a punto de asfixiarse, he murmurado: “Feliz Navidad, cacatúa”.

martes, 24 de noviembre de 2015

Sexo salvaje


© La Loca del Coño
Tengo un dolor de cabeza horrible.  Anoche se me fue la mano con la ginebra pero es que necesitaba un poco de calor. Después de cenar me senté en el sofá con la intención, una peli o cualquier cosa que me ayudara a no pensar. Últimamente le doy mucho a la neurona. La Beni tiene la culpa de eso. Bueno y José Coronado. Desde que se me apareció mientras me comía aquel bocata de jamón serrano con tomate no he vuelto a ser la misma. Los dos me han dicho lo mismo: Que tengo que cambiar de vida y bueno… Ayer intenté dar el primer paso. 
Mientras estaba tapada con la manta se acercó Pepe, se sentó a mi lado, cogió el mando de la tele y puso el fútbol. Me quedé mirando fijamente la pantalla mientras veía cómo veintidós tíos sudorosos corrían detrás de un balón. Y oye… Una también tiene sus necesidades y se pone cachonda de vez en cuando. Así es que alargué la mano y empecé a acariciar a Pepe. Como resultado obtuve un gruñido pero como ni se inmutó pues seguí afanándome en la tarea. Poco a poco vi cómo el Levantito empezaba a ponerse cada vez más tenso. Sonreí para mis adentros. La cosa iba viento en popa. Me arrimé un poco más a él y seguí con el jueguecito que había empezado como si la vida me fuera en ello. Miré de reojo a mi marido y vi que empezaba a ponerse colorado. Qué maravilla. ¡Por fin íbamos a tener una noche de empotramiento! 
Me estaba viniendo arriba cuando su voz resonó en todo el salón. 
¿Quieres dejar quieto el mando a distancia de una puta vez?
¿Ahora lo llamas así? — respondí toda melosa y cachonda. 
¡Antonia, cada día estás más agilipollada! 
A continuación noté que se escapaba de entre mis dedos la parte de su cuerpo que tanto ansiaba.  Pepe puso el brazo por encima de la manta que nos cubría a los dos y me enseñó el trasto ese que sirve para cambiar los canales de la tele.  Un grito de espanto se escapó de mi garganta. ¿Desde cuándo no era capaz de diferenciar una polla, más en concreto la de mi marido,  de un aparato tecnológico? No dije nada y corrí en dirección a la cocina. Cogí la botella de ginebra y después me encerré en el váter. Bebí a morro un trago tras otro hasta vaciarla.  Después de un buen rato me sentía mucho mejor. Un poco mareada… Bueno, muy mareada pero llena de energía. Solo tenía una idea en la mente: Que Pepe me diera lo mío. Sin embargo no contaba con que tenía que bajar las dichosas escaleras con el pedo que llevaba, Pero nada iba a impedir que cumpliera mi misión. 
Cuando llegué al primer peldaño me agaché. Puse el culo en el borde y me deslicé como un trineo sobre la nieve. En realidad fui dándome una hostia tras otra contra las paredes y la barandilla pero logré superar el obstáculo. Me puse en pie con bastante dificultad y empecé a desprenderme del pijama de felpa. ¿Por qué siempre los bajos de los pantalones se enganchan en la punta de los dedos y provocan que te des de morros contra el suelo?  Tumbada sobre la alfombra detrás del sofá empecé a girar sobre mí misma en plan croqueta. Comprobé con ilusión que era mucho más fácil desnudarme en el suelo que de pie. Cuando no me quedaba ni una pieza de ropa encima intenté incorporarme pero todo me daba vueltas. Entonces urdí un plan brillante.  Me arrastraría por el suelo cual gacela acechando a su presa y saltaría sobre Pepe. Él me cogería entre sus musculados brazos y haríamos el amor hasta el amanecer. 
Empecé a reptar con la misma gracia con la que un hipopótamo poda un bonsái. El suelo también me daba vueltas. Aun así no cejé en mi empeño. Sonreí al ver el borde de la manta que cubría el sofá. Respiré hondo, cerré los ojos y usé toda mi energía para catapultarme sobre él. Un golpe seco en la boca me devolvió a la realidad. Acababa de comerme el respaldo del sofá. Traté de incorporarme sin éxito. Las piernas se me habían quedado encajadas. Una mirando pa Cuenca y la otra pa Mallorca. “¡Ay Dios mío!”pensé. ¿Cómo iba a salir de allí?
Toñi, hija. Lo tuyo no es normal. Esa obsesión que te ha entrado ahora por el yoga hay que consultarlo con el médico. 
Ni siquiera me molesté en responder porque habría reconocido la voz de mi madre hasta en el infierno. 
Si vas a dormir en el sofá abrígate y ponte en una postura más cómoda, mujer. Que así te va a dar un lumbago o  peor… ¡una hernia!
Lo siguiente que escuché fue la suela de cuero de sus zapatillas de invierno arrastrándose hacia su habitación. Después la casa se quedó en silencio. De Pepe… ni rastro. Como soy mujer de a grandes males grandes remedios me dediqué a impulsar el peso de mi cuerpo con los brazos. El comedor no dejaba de dar vueltas. Aun así conseguí volcar el sofá. Esta vez, como ya estaba preparada para el golpe, me cubrí los dientes con los labios. Después de la pasta que me he dejado en fundas nuevas no me las iba a partir por una gilipollez como esta. 
No sentía las piernas, por lo que subir las escaleras quedaba descartado. Pero tenía que llegar a mi dormitorio. Mi hijo Jordi llegaría de un momento a otro con alguno de sus colegas y no era plan de ofrecerles semejante entretenimiento. Entonces tuve otra idea genial. Reptaría escaleras arriba. Lo había visto mil veces en el cine. Cómo los soldados americanos se arrastraban por el suelo para ser más silenciosos. Me enfrenté al primer peldaño con decisión. Pero el muy jodido no se estaba quieto. Parpadeé varias veces hasta que logré centrar el objetivo. Poco a poco fui cargando con el peso de mi cuerpo hasta llegar al último escalón al borde del vómito y las ganas de morir. Con las últimas fuerzas que me quedaban me arrastré de nuevo al baño donde me aferré a la taza del váter casi con el último aliento de vida. Lo siguiente que recuerdo es la voz de Pepe diciendo: “¡Joder las mujeres cuando os encerráis en el váter sois un puto coñazo!”

jueves, 19 de noviembre de 2015

Ese otoño que rima con...





Seamos sinceras. Ya puedes utilizar las cremas más caras y eficaces del mercado, machacarte en el gimnasio y incluso recurrir a la cirugía. Pero hay una verdad universal A partir de los 40 las carnes se nos empiezan a descolgar y el cuerpo da las primeras señales de lo que nos espera. 
Con esto no me refiero a que, de la noche a la mañana, nos vayamos a encontrar con los pezones haciendo surcos en la arena de la playa. La cosa no funciona así. El deterioro es mucho más sibilino. 
Una mañana te levantas y al mirarte en el espejo descubres una arruguita en el cuello que antes no estaba ahí. Otro día descubres que tienes una manchita minúscula en el dorso de la mano. Así sucesivamente hasta que llega ese instante cruel, es momento para el que nadie te ha preparado nunca. Esas fugaces décimas de segundo en las que descubres que tienes canas. 
Pero no en la cabeza. De esas ya hace mucho tiempo que te ocupas. No. Las canas se han adueñado de tol centro de tu chichi como por arte de magia. Entonces te sientes como aquella niña que un día fuiste y que escuchaba embelesada eso de La primavera ha venido y nadie sabe cómo ha sido. 
Sí, querida amiga. Pero a ti no es precisamente esa estación del año la que te ha venido sino más bien el anuncio de un otoño que, aunque todavía lejano, ya empieza a rondarte. Y ahí estás tú sintiéndote joven, espléndida, vigorosa. Estás en esa etapa de la vida en la que te sientes más fuerte que nunca y  más segura. Sin embargo esos puñeteros pelos blancos en el centro de tu placer te delatan. 
Saltas del váter, corres hacia el armario de encima del lavabo, coges las tijeras y procedes a eliminar cualquier muestra de envejecimiento. No lo niegues. Tú también lo has hecho. Y sonríes satisfecha porque, al menos, has eliminado el mal visible de tu cuerpo. No hay nada que baje más la lívido que acercarse a un pubis con pelaje de dudosa reputación. 
A partir de ese instante te haces fan de las ingles brasileñas y hasta del chocho muñeca pero, en el fondo, sabes que las canas están ahí. Puedes sentirlas en tu interior....
Hoy he tomado una decisión Vivir con el felpudo como la tele en blanco y negro. Mi Pepe tiene la misma vista que un topo en un after. Ya estoy harta de andar con las chuchillas y los picores todas las semanas.  Que llevo más polvo de talco gastado en esto que en el culo de mi hijo mientras fue un bebé. 
Hoy saldré a la calle con la melena al viento y con la certeza de que sí... me hago mayor. ¡Pero qué bien me siento, coño!

miércoles, 18 de noviembre de 2015

La marca del zorro

©La loca del coño

No sabéis el bochorno que acabo de pasar. Resulta que me he ido con la Beni al Corte Inglés de Plaza Cataluña porque ella necesita ropa para ir a trabajar y me ha pedido que la acompañe. Como siempre voy con prisas pues antes de salir del mercado he ido al baño y me he aseado un poco. Siempre me pongo bragas limpias cuando termino de trabajar. Manías que tiene una, oye. 
Luego he salido a la calle y nos hemos ido las dos a pasar unas horitas juntas. 
Cuando hemos llegado a los grandes almacenes Beni ha empezado a probarse un montón de ropa que yo le aguantaba pacientemente en el probador. Y se ha empeñado en que yo también me pusiera encima algunos trapos nuevos. Total que con toda la emoción del momento me han entrado ganas de hacer pipi. 
He dejado a la Beni en el probador y yo me he ido directa al baño de señoras. Por suerte había aseo libre y allí que me he metido. Pero ayyyy señor... Al ir a quitarme las braguitas no podía¡¡¡¡ Un dolor insoportable, algo así como si me tiraran de todos los pelos al mismo tiempo me ha hecho detenerme en seco. Pasados unos segundos y con lagrimones en los ojos he repetido la operación con el mismo resultado.
¿Qué demonios estaba sucediendo? ¿ Por qué sentía ese dolor tan intenso en mis partes? Entonces he cerrado los ojos y me he dicho: "Antonia tú tira que lo que sea saldrás". He respirado hondo y para abajo que se ha ido mi ropa interior al tiempo que un dolor así como si me estuvieran cortando en siete partes se instalaba en mis zonas nobles. .
He empezado a llorar de dolor y de incomprensión ante lo que me estaba sucediendo. Y la cosa ha ido a peor cuando he abierto los ojos y he podido conocer la causa de semejante dolor: ¡¡Me había puesto el salva slip al revés y tenía la mitad de mi cuidado matojo pegado a la banda adhesiva del cacharro en cuestión¡¡ 
Años de cuidar y mimar el seto para que hoy, en tan solo unos segundos, se me halla ido al carajo. Escocida, dolorida y humillada he regresado al probador donde la Beni seguía enloquecida con los pingos. He intentado sentarme en el banco junto al espero pero, era tal el escozor en mis entretelas, que no he podido ni inclinarme siquiera. 
Como he visto que la Beni tenía aún pa un rato y mi cabeza solo hacía que pensar en cómo se me habría quedado el huerto después de la poda a la que me había sometido he vuelto a salir del probador. Esta vez he ido directa a la sección de maquillaje e higiene femenina donde me he agenciado un espejito de mano. Tenía que evaluar cuanto antes los daños que se habían producido. 
De nuevo en el baño me he vuelto a encerrar en el aseo. Me he liberado de la ropa interior, esta vez ya sin problemas. Con mano temblorosa he colocado el espejo entre mis muslos y.... ¡¡¡Ay Dios Mío!!!! ¡¡¡¡Tenía dibujada la marca del zorro ahí en todo el potorro.¡¡¡
No le he contado nada a la Beni quien ha salido del Corte Inglés cargada de bolsas pero no hago más que darle vueltas a una idea: ¿Qué va a pensar mi Pepe? Y aquí estoy en el patio de casa ensayando cualquier monólogo que sea creíble para explicarle al Levantito cuando decida arrimar cebolleta...

jueves, 12 de noviembre de 2015

Reflexiones de una escritora con sobredosis de cafeína





Tengo la sensación de dejar atrás una etapa de transición en mi vida. En apenas tres años he pasado de saber dónde pisaba, a no sentir el suelo bajo mis pies y a terminar más confundida que Narnia en el rodaje de Juego de Tronos. Al final las aguas fueron regresando a su cauce. Claro que ya era otro río y recorría territorio desconocido. Pero aun así seguía fluyendo que era lo importante.

Ayer una gran amiga me dijo que me admiraba porque me había reinventado y estaba consiguiendo grandes cosas. Tengo que confesar que me he pasado la noche despierta dándole vueltas a esa afirmación. He llegado a la conclusión de que una parte de razón tiene pero, al mismo tiempo, soy más yo que nunca. Siempre he sabido lo que quería pero ahora más. Nunca he tenido dudas sobre quién era pero ahora está cristalino. He aprendido a decir que sí y, en especial, a decir que no sin sentirme culpable por ello.

La Tierra Media y Mordor quedan atrás. No es que ahora me vaya a poner en plan unicornio vomitando arcoiris. Solo sé que, cuando no tienes nada que perder es que lo tienes todo por ganar.

Señoras, señores... Este es nuestro momento. ¡A por él!

miércoles, 4 de noviembre de 2015

"Bésame siempre " en La Sènia Radio

Hoy os traigo una estupenda entrevista que me han hecho los chicos de La Sènia Radio sobre "Bésame siempre", último volumen de la trilogía "Bésame". Hemos hablado de Marga, Óscar, David así como de algunos de los proyectos en los que estoy trabajando. Espero que lo disfrutéis!!

http://laseniaradio.cat/entrevista-raquel-estruch/

miércoles, 28 de octubre de 2015

Llega "Bésame siempre"



Apenas faltan unos días para que lleguen a las librerías los ejemplares del último volumen de la trilogía "Bésame". Para que vayáis abriendo el apetito aquí os dejo el avance de los tres primeros capítulos.
http://tombooktu.com/?doc=1694

¡Que lo disfrutéis!

martes, 27 de octubre de 2015

Resacón en el ático

©La loca del coño
Esta mañana me ha llamado mi hermana Gloria hecha una furia. Esto no es que sea una novedad pero que esté levantada antes de las ocho de la mañana sí.  Tema de conversación: Nuestra madre. Tengo que confesar que hace varios días que no hablo con ella porque, de tanto entrar y salir de la cámara frigorífica de la carnicería llevo un resfriado del tamaño de una garrafa de vino.
¿No te ha contado "La Marquesa", apelativo que ella usa cuando está muy cabreada con nuestra progenitora, la última que ha hecho?
No. Pero creo que me vas a poner al día en un momento- he dicho mientras me sentaba en la mesa de la cocina dispuesta a beberme el primer café del día.
¡Es una vergüenza! Menuda organizó la señora durante el fin de semana!
¿En serio? Pero si yo la dejé la mar de tranquila tomando el té con las amigas y organizando las cosas para irse a la clase esa de Danza del Vientre a la que se han apuntado todas.
Ahora debe llamarse “tomar el té” — ha respondido Glori medio riéndose y medio mosqueada.
¡Ay hija eso es lo que me dijo! Que había quedado con las Tutankamon para declararle la guerra a la osteoporosis.
Pues han encontrado un remedio mucho mejor, desde luego. Porque resulta que el viernes por la tarde fui a casa de mamá a recoger unos pantalones que me estaba arreglando. Llamé al timbre varias veces y nadie me contestó. Ya sabes que cuando se le antoja no abre la puerta así es que cogí mis llaves, entré y… ¡No veas la que tenían liada allí!
¿Una orgía con vendas y sarcófagos?- he dicho sin poder disimular la risa
¡Peor! Todas las ancianas estaban en medio del salón solo vestidas con las bragas y el sujetador!
Dudo mucho que se lo estuvieran montando entre ellas. Ninguna puede levantar un músculo sin ayuda.
¡Por dios bendito Antonia no seas ordinaria! ¡Se trata de tu madre!
¡Coño y de la tuya! Aunque estoy segura que lo más probable fuera que se estuvieran enseñando los modelos de lencería que usan. Ya sabes que, de vez en cuando les da por hacer estas cosas.
Joder pues los modelitos debían de ser de una tienda de todo a un euro porque la imagen de todas era lamentable.
Bueno — he dicho yo tratando de ir al tema principal de la conversación — ¿Qué dijo mamá cuando te vio en casa!
¡Nada! Me recibió entre carcajadas y me dijo que me sentara con ellas. Cuando me acerqué a la mesa vi un montón de fichas de casino y a una enana fumándose una pipa mientras iba repartiendo cartas.
Pero si tu madre odia el juego. Además a la que la sacas del cinquillo y la brisca se pierde.
No si perdida estaba. Porque fue sentarme en la silla y empezó a llegarme un pestazo a alcohol que ni te cuento. Yo todo era mirar a un lado y a otro pero no había ni rastro de ninguna botella. Sólo se veía el plato de las pastas y una jarra de café vacía.- ha narrado mi hermana con esa perfección que siempre me ha apasionado en su forma de contar historias.
¿Alguna de ellas te explicó qué hacían medio desnudas?- he preguntado queriendo averiguar el lado morboso del asunto.
Sí en cuanto me senté. Una tipa muy seca me dijo que por cada farol que se marcaban y eran descubiertas por las demás se tenían que quitar una prenda.
Pero… ¿Y cómo sabían ellas que las demás iban de farol si las cartas no se enseñan al terminar la partida?- he dicho con absurda ingenuidad.
Pues porque estas mujeres además de estar colgadas son tontas. Y después de cada mano todas ponían las cartas sobre la mesa y me morían de la risa mientras que la más mentirosa se iba desnudando.
Tanta inocencia en el inserso me conmueve — me he limitado a responder. — De todos modos, tampoco es tan grave el asunto…
Es que todavía no te he contado lo peor.  No si es que aún no te he contado lo peor.
Coño, ¿hay más?
¡Ya te digo! Dejé a las abuelas enfrascadas en su partida de cartas y me fui al súper. Cuando estaba casi llegando a casa caí en la cuenta de que se me había olvidado recoger los pantalones de casa de mamá. Así es que volví. Pasé de llamar al timbre porque los cánticos se oían desde el portal- ha explicado mi señora hermana con dificultad porque se estaba muriendo ya de la risa.
¡No!
Sí. Iban, como mínimo, por la cuarta revisión de los Grandes Éxitos de Los Panchos.
Pero si nuestramadre NO canta- he respondido yo sin poder contener las carcajadas.
Cierto. Y no lo hacía. Ella dirigía al coro de momias en ropa interior que aullaba sobre el sofá del salón una versión muy particular de "Solamente una vez". Estaba a punto de hacer notar mi presencia porque, por supuesto, las señoras no se habían enterado de nada, cuando he visto que de debajo de la faldilla de la mesa salía una de las momias sujetando una botella de anís del mono en cada mano y haciendo ronda de chupitos entre las amigas "porque se les secaba la boca de tanto cantar" según aseguraba mientras les vertía un chorrito a cada una en la boca.
Esto ha sido ya la gota que ha colmado el vaso. Ni mi hermana podía seguir explicándome la historia porque lloraba de risa ni yo podía seguir su conversación porque hacía ya diez minutos que me meaba toa.
No es tan gracioso como parece porque luego la que tuvo que cargar con las borrachas fui yo.
Pues a mí no me hace gracia- ha sentenciado
Bueno un poco sí…
Ya te digo yo que no porque la que luego tuvo que cargar con las borrachas fui yo.
¿Cómo cargar con las borrachas?
Sobre las diez de la noche empezó a sonar el teléfono de casa. Algunos de los familiares de las Tutankamon que sabían dónde era la reunión llamaban preocupados porque sus ancianas madres NO habían regresado. Me los quité de encima diciendo que seguían sanas y salvas. Cuando colgué al último de los hijos angustiados me di cuenta de que las viejas llevaban una monumental cogorza y que no las podía llevar a casa en ese estado.
Me tendrías que haber llamado. Entre las dos las podríamos haber sacado al balcón al frío de la noche para espabilarlas
¡Antonia qué bruta eres!
En absoluto. El frío es un gran aliado. Si yo te contara cómo funcionan las cosas en la cámara frigorífica de la carnicería…
Mejor no. El caso es que opté devolverlas a la vida con el método de toda la vida: Litros y más litros de café.
¿Y funcionó?
¡Ya lo creo! No habían pasado ni diez minutos cuando mamá empezaba a parecer una persona normal. Y, en cuanto se dio cuenta de que sus amigas estaban vomitando y diciendo a gritos que estaban al borde de la muerte, se hizo cargo de ellas.
El hecho de imaginar a mi madre acarreando por el ático en el que vive a un grupo de ancianas achacosas y además borrachas ha podido conmigo. He empezado a reírme de nuevo mientras he oído cómo me decía mi hermana: "Pues espera que aún no te he contado cómo les pusimos el camisón"....

lunes, 26 de octubre de 2015

La cortina diabólica



©"La loca del coño"

A las cinco y cuarto ha sonado el despertador. Como ya es tradición, Pepe lo ha apagado de un manotazo, se ha desperezado y después de sus tiernos ruidos matinales ha salido de la cama. Es algo tremendamente romántico que te despierten a pedos a esas horas de la noche pero, la verdad, como a esas horas no tengo el coño para farolillos ni me he molestado en decirle nada.  Mientras oía sus ideas y venidas por el dormitorio armando más escándalo que Indina Jones buscando el arca perdida, me he dado cuenta de que me meaba toda. Sin embargo he optado por apretar las piernas, “arrebujarme” bajo el nórdico y seguir durmiendo un poco más. 
A las siete un tremendo dolor de estómago y de riñones me ha despertado. Sin duda alguna, se trataba del síntoma indiscutible  que me alertaba de que o bien iba al baño o podía explotar ahí mismo. Me he levantado de un salto y he esprintado hacia el aseo. Sin control alguno me he dejado caer de golpe sobre la taza del váter y por poco me hago una ortodoncia nueva con el canto del lavabo. Una vez satisfecha la necesidad urgente que me había llevado hasta allí, he intentado ponerme en pie. Pero, en el mismo instante en el que mi trasero se ha despegado del inodoro he escuchado una especie de "crackkkk" descomunal. Enseguida un dolor indescriptible se  ha apoderado de mis riñones. Sobresaltada por lo que acababa de suceder he tratado de recuperar la posición inicial. Es decir… sentada sobre la taza del váter. Pero ya con el primer intento, mi espalda me ha vuelto a avisar con un tremendo pinchazo de que por ahí no  iba nada bien.  "Bien, Antonia”, he pensado, "si no puedes ir hacia abajo tal vez puedas ponerte en pie".  Y para allá que me he ido toda decidida. Aún no había enderezado mi cuerpo ni dos centímetros cuando un dolor indescriptible me ha hecho desistir. 
De modo que ahí estaba yo que no podía ni subir ni bajar. Bueno, tal vez pudiera ir hacia adelante.  Con mucho cuidado he levantado el pie derecho y he avanzado tres pasos al ritmo de “Las muñecas de famosa” y con un grito espeluznante que ha salido de mi garganta capaz de hacer oír al mismísimo Beethoven. Entonces me he visto reflejada en el espejo del cuarto de baño y he pensado: “Antonia solo te falta decir aquello de al ataaaaquerrrr para ser idéntica a Chiquito de la Calzada”.  En ese mismo instante he sido del todo consciente de la cruda realidad: Si quería salir de allí tenía que pedir ayuda. Pero, ¿cómo? 
He echado un vistazo rápido por el cuarto de baño en busca de un sistema para poder andar que no me produjera demasiado dolor.  Así he tratado de alcanzar sin éxito una banqueta que tengo en un rincón. No me había movido ni diez centímetros cuando el dolor se ha hecho más intenso. Debido a la postura en la que me encontraba (encorvada como una bruja de cuento) tenía el campo de visión bastante limitado. Entre lamentos, maldiciones y alguna que otra lágrima mis ojos han ido a para a una estupenda cortina de ducha preciosa que me regaló mi madre hace unos años y que es la joya de la casa. He alargado un poco el brazo derecho y me he dado cuenta de que podía tocarla sin problemas. En ese preciso instante he visto la luz: Me apoyaría en la cortina, trataría de avanzar hasta la salida del cuarto de baño. Luego haría servir la puerta de madera como lanzadera para llevarme directamente sobre el teléfono del salón. Era un plan perfecto y digno del Coyote.  
Sin pensarlo dos veces he puesto la mano sobre la cortina y luego me he girado lentamente. Ha debido de pasar como media hora hasta que he logrado colocar la otra mano sobre la cortina. Pero iba bien… Ahí estaba yo, Antonia la carnicera del Poble Sec  reptando en modalidad caracol con una velocidad de crucero de treinta centímetros por hora. Estaba absolutamente fascinada con mi capacidad para resolver conflictos e incluso empezaba a sonreír cuando he escuchado una especie de  "clinck" justo sobre mi cabeza. A él le han seguido uno, dos, tres, cuatro… y hasta diez ruiditos más. Justo con el último sonido se ha producido la tragedia.  
Mientras reptaba por la cortina adornada con unos estupendos peces de colores no he caído en la cuenta de que solo estaba diseñada  para evitar que el agua de la ducha salpicara el suelo, no para aguantar el peso de una tía de un metro setenta y cinco de altura bastante entradita en carnes. Así es que al tiempo que yo avanzaba por la espectacular tela, la cortina se iba desenganchando de la barra hasta que al final incluso el fino cilindro de aluminio blanco que la sostenía ha terminado por despegarse de la pared. 
En el mismo instante en el que  he presentido que me iba a caer al suelo sin poder remediarlo he aplicado la máxima del motorista. Esa que dice que sii ves un agujero en la calzada  que siguas recto y que no trates de esquivarlo.  De modo que me he dejado llevar por la cortina y la fuerza de la gravedad. Apenas unas décimas de segundo después he dado con mi cuerpo serrano en el suelo. El dolor se ha hecho tan insoportable que me ha cortado la respiración. Cuando he recuperado el sentido me seguía doliendo hasta el último centímetro de mi piel pero estaba más elegante que nunca con todo mi cuerpo envuelto en una tela fina con cientos de peces de colores. 
Cuando he sido capaz de asimilar todo lo que acababa de suceder, mi instinto de supervivencia me ha llevado a pedir socorro. Diez minutos más tarde y totalmente afónica he caído en la cuenta de que, debido a la construcción de mi humilde morada, nadie iba a poder a oírme. Pero yo estaba dispuesta a morir hoy y menos aún hacerlo…. ¡En aquel cuarto de baño!. Tras meditar mucho mis opciones he escogido la que  he considerado menos dolorosa y más práctica.  A modo de soldado en maniobras de prácticas  he tratado de reptar por el suelo haciendo que fueran mis brazos y mis codos los que transportaran todo el peso de mi cuerpo. Eso ha dolido. Mucho. Pero la opción de permanecer rodeada por aquel gresite y esos peces de colores un minuto más estaba acabando conmigo.
Reptando cual babosa moribunda he logrado alcanzar mi objetivo (tres horas después)... el teléfono del salón.  He marcado el número de teléfono de Pepe para pedir auxilio. En cuanto lo ha descolgado lo primero que he oído ha sido una musiquita y una voz que decía: “Avance…. Premio. Clinc, clinc, clinc….” Antes de que todo a mi alrededor se volviera negro creo que le he amenazado con algo muy gordo y que ha funcionado porque, cuando he abierto los ojos, estaba tumbada en una cama de hospital con un gotero en el brazo. Pepe me miraba con ese gesto tan suyo desde que le dio el aire y que todavía no logro averiguar si es preocupación o que no puede mover más los músculos de la cara. Pero ha sido muy cariñoso. Me ha cogido de la mano y me ha susurrado: “Ya te dije que te dejaras de cosas pa gente rara y que pusiéramos una mampara de plástico en la ducha”. 



miércoles, 14 de octubre de 2015

Jacuzzi Mortal



Los que seguís mis andanzas por Facebook o Twitter sabéis de sobra que mi existencia es de todo menos tranquila. Por suerte, lo que os voy a explicar a continuación, sucedió hace  algunos años. A pesar de lo traumático de la situación también conseguí ver el lado positivo e incluso reírme.
Vivo en Barcelona en un edificio de más de doscientos años de antigüedad.  Uno de esos inmuebles en los que no puedes matar un mosquito sin llamar al SEPRONA non vaya a ser que el bicho en cuestión pertenezca a una especie extinguida hace tres siglos y que, por azares de la vida, lleve instalado en tu casa incluso antes de que se hiciera la obra. Cada vez que tenemos que hace algo tan simple como colgar un cuadro debemos pedir un permiso porque, bajo la pintura, se esconden unas maravillosas paredes de piedra que no se pueden dañar. Tampoco hay opciones para cambiar los techos de madrea, ni las baldosas hidráulicas del suelo aunque te pases el año llamando a los albañiles para que te las peguen de nuevo a menos que te gusten los pisos en plan tablero de Scrabble.
Cuatro años atrás mi vecina de arriba bajó a comunicarme que iba a instalar un jacuzzi en el baño. La miré con cara de espanto porque, unos meses atrás, había curioseado la composición del suelo en compañía del albañil y solo fui capaz de ver una especie de argamasa mezclada con cañizo.  Muy seria le dije que dudaba mucho que un edificio como el nuestro aguantara ese tipo de bañera y, menos aún, llena de agua. La buena mujer se fue de mi casa bastante cabreada y acusándome de tener envidia de lo bien que le iban las cosas cuando yo me tenía que conformar con estar en el paro.
Durante un tiempo el tema quedó zanjado hasta que un día la vecina molesta apareció en una junta de vecinos con un documento expedido por no sé cuántos técnicos y peritos en el que se daba vía libre a la instalación del jacuzzi. Todos los allí presentes alabaron las influencias que debía tener la moza para conseguir aquel papel. Todos menos yo quien, debido a mi cinismo y realismo habitual, sospeché que había logrado su objetivo a base de hacerse un Estela Reynolds en los despachos. Pocos días después empezaron las obras y se instaló el dichoso jacuzzi. Cada vez que yo entraba en el váter era como hacerlo en una discoteca en plena Nochevieja. Protesté, le pusieron no sé qué aislamiento a la bañerita de marras y, aunque amortiguó el sonido, nunca dejé de escucharlo.
Una madrugada, tal y como yo había predicho en varias ocasiones, la vecina de arriba se dejó el grifo del jacuzzi abierto y mi casa pasó de ser un piso en Montjuic a una cabaña flotante sobre el Índico. Había tanta agua por todas partes que, mientras me espabilaba, se me pasó por la cabeza que un tsunami hubiera arrasado Barcelona. En cuanto estuve del todo despierta caí en la cuenta de que las cataratas de Iguazú estaban provocadas por mi estupenda vecina del piso de arriba. Subí a avisarla. Su casa era como un atolón en el Pacífico. Solo se veía una escalera metálica enorme y arriba del todo a mi vecina histérica perdida.  Por suerte, vinieron los bomberos, los del seguro, la policía y creo que hasta el cura de la parroquia del barrio. Nadie quiso perderse el espectáculo.
Pasé semanas poniendo en orden mi casa y evaluando los daños ocasionados por el agua. Por fin había conseguido quedar con los pintores del seguro para eliminar las manchas de humedad que cubrían la totalidad del techo de mi casa. Era viernes por la mañana y todavía faltaban un par de horas para que llegaran a arreglar los desperfectos. Hacía calor de modo que decidí bajar al bar a tomar un café y, de paso, terminar de completar la lista de estropicios que debía abonar mi compañía de seguros.  Al cabo de un rato regresé a mi dulce hogar. Nada más abrir la puerta me recibió una nube de polvo en plan 11-S y un estruendo del tipo: “No sé qué puñetas está pasando pero voy a tirarme al suelo y a cubrirme la cabeza para que, por lo menos, reconozcan mi cadáver, cuando el fin del mundo este caiga sobre mí”.
Cuando la polvareda remitió y el sonido desapareció me puse en pie. Me temblaba todo el cuerpo pero, aun así, conseguí caminar. Poco a poco entré en el piso. Comencé a ver trozos de ladrillo sobre la mesa mi despacho, en el suelo. No había luz y todo estaba oscuro. Seguí caminando con lentitud y a al mirar hacia la izquierda creo que grité como  la protagonista de una película de terror.  Mi cuarto de baño se había convertido en la casa de Pin y Pon pero sin techo.  Éste se había desplomado literalmente sobre mi lavadora de última generación, la secadora, el mueble de la plancha, el armario de la ropa de invierno, los productos de limpieza, el lavabo y, por supuesto, el váter. Como pude miré hacia arriba y me parece recordar que volví a gritar. Podía ver con claridad el cuarto de baño de mi vecina de arriba incluido el jacuzzi que, en aquel momento, tenía la misma estabilidad que un grupo de senadores corriendo sobre unos Louboutin.
Salí de allí todo lo rápido que pude. De nuevo vinieron los bomberos, la policía, el seguro, técnicos del ayuntamiento y creo que hasta el CSI. Entre todos apuntalaron el dichoso jacuzzi para que no terminara de caer y matara a alguien. Luego hicieron cientos de fotos de la escena y, por fin, un grupo de obreros comenzó a retirar escombros. Cuando hubo algo más de espacio y de luz comprobé con espanto que mi lavadora no era más grande que una caja de cereales, que mi armario de temporada había quedado reducido a polvo y la ropa de su interior no servía ni para hacer trapos. No sabía si reír o llorar. Al final opté por lo segundo. Sobre todo al pensar que mi madre iba en un tren camino de Barcelona para pasar unos días conmigo y que llegaría en unas pocas horas.
Me senté en la silla de mi despacho que parecía sacada del rodaje de “Perdita Durango”, me senté y empecé a llorar desconsolada. Uno de los albañiles que estaba haciéndose cargo de los escombros me trajo una tila. Supongo que la prepararía en la cocina de casa pero ni me acuerdo. Cuando conseguí tranquilizarme el hombre se sentó frente a mí y empezó a hablar.
Señora lo peor ya ha pasado. Además piense en la suerte que ha tenido que esto no la ha pillado debajo.
Si— respondí mientras moqueaba— pero mire qué desastre y cómo está todo. Después de las semanas que llevo limpiando para tener la casa en orden. Además en un rato…. ¡Llega mi madre!
Rompí a llorar de nuevo. Como el hombre fue capaz de consolarme sacó su móvil del bolsillo. Como una hora después tenía a tres señoras en mi casa moviéndolo todo y quitando hasta la última mota de polvo que llenaba el piso. Luego supe que era su mujer y sus dos hijas, trabajadoras del hogar que habían venido en su día libre a echar una mano. Cuando mi progenitora entró por la puerta mi casa había dejado de ser Chernobyl. Tampoco es que brillara como los chorros del oro pero, por lo menos, podíamos respirar sin miedo a desarrollar una enfermedad pulmonar.
Estuvieron casi dos semanas sacando escombros y muebles de mi casa. Meses reparándolo todo. Por suerte, el seguro se hizo cargo de los destrozos e incluso me abonó el contenido íntegro del interior de mi armario. Cuando me pidieron las facturas de las prendas para poder reembolsarme el dinero entré en shock. Primero porque no las guardo y segundo porque no quería ni sumar todo lo que había allí dentro. Por suerte admitieron los extractos de la tarjeta de crédito como prueba de compra. Todavía recuerdo a la empleada de la aseguradora llamándome por teléfono para preguntarme si tenía el bolso que aparecía en la lista de desperfectos.
Han pasado cuatro años. Mi casa vuelve a estar en orden. Bueno… cuando estoy en plena escritura de una novela hay alguna que otra pelusa gigante asentada debajo del sofá. El cuarto de baño se tuvo que renovar entero y la señora de arriba se ducha como todo el mundo. Eso sí… Mis bolsos y mis zapatos ya no están en un único armario. No vaya a ser que a alguien le dé por reformar la cocina o cambiar una pared de sitio y me vuelva a quedar “desnuda”.

miércoles, 7 de octubre de 2015

¿Para estar bella hay que sufrir así?




Las mujeres del siglo XXI vivimos peor que las del XX. Seguro que ahora mismo más de uno se está echando las manos a la cabeza ante tal afirmación. Ahora mismo os voy a argumentar los motivos que me llevan a pensar así.  Desde tiempos inmemoriales, las mujeres de mi familia siempre han sido muy presumidas. Por suerte para ellas vivían en un entorno acomodado y tuvieron acceso a los primeros productos de belleza importados de otros países. Aún recuerdo cómo mi abuela narraba emocionada sus encuentros con Coco Chanel en París y la fascinación que sentía tanto por sus sombreros como por sus perfumes. 
Mi madre, emigrante durante casi una década a ciudades como Ginebra y Londres, también tuvo la oportunidad de acceder al que ella todavía considera el producto estrella de la cosmética universal: La crema Nivea. La del envase metálico de color azul. Todavía hoy la sigue usando para todo. Para ella, en cuestión de piel no hay arruga, mancha o desaguisado en general que no pueda solucionarse con el producto en cuestión. Su eficacia está garantizada porque si vierais la piel que tiene mi progenitora con más de ochenta años alucinaríais. 

En cuestión de cosmética para el cabello en mi casa siempre se ha hablado de la pastilla de jabón Lagarto y un buen chorro de vinagre para el aclarado. Yo ya fui de la generación del champú pero el vinagre me lo echaban a litros por el pelo cuando era pequeña. Decían que daba brillo a la melena y alejaba a los insectos. Tengo que admitir que ambas propiedades fueron ciertas. Mi pelo era estupendo y nunca tuve bicho alguno  aunque mis amigos del cole tuvieran piojos del tamaño de un cenicero de bingo. 
A lo largo de mi vida adolescente/ joven me fue bien en el uso de cosméticos porque había una crema más o menos para todo y un champú. Listo. Pero… ¡oh amigos! Llegó el siglo XXI y todo se convirtió en un auténtico caos. Crema de día, de noche, hidratante, nutritiva, serum, contorno de ojos, rellenador de arrugas, colágeno, ácido hialurónico, aceites. ¡Dios bendito! Ahora en vez del neceser de toda la vida necesito uno de esos muebles de Ikea con mil baldas y todavía me falta espacio. En lo que respecta al cuidado del cabello tres cuartos de lo mismo. Liso, rizado, reparador, anti edad, anti caída, mascarilla, acondicionador, ampollas. ¡Otro mueble de Ikea, vamos!
De haber querido podría haber seguido el ejemplo de mis ancestros. Seguir fiel a lo que me ha funcionado toda la vida y listo. Pero resulta que, a pesar de saber cómo funciona el apasionante mundo de la publicidad, en ocasiones también soy víctima del marketing. Y precisamente por eso hoy he empezado el día calentita ya. 


Para quienes no me conozcáis bien deciros que tengo el pelo rizado aunque todavía no sabemos bien por qué. Nací con el pelo más liso que una asiática y así lo tuve hasta los treinta años.  Un día que dio un siroco, me afeité la cabeza a lo Teniente O’Neill y desde entonces tengo más bucles en el pelo que Bisbal. Misterios de la naturaleza.  Como odio los rizos (los míos, conste) utilizo productos para alisarme el cabello. Pero, de vez en cuando, me da por dejarme mi pelo de oveja natural. Así es que en casa tengo champú para ambos casos. 
Como esta mañana tenía una reunión a primera hora he pensado acudir toda mona con mi melena lisa. Al salir de la ducha me he secado el pelo con la toalla y al coger el secador me he dado cuenta que tenía el pelo… raro. He empezado a alisarlo con el cepillo. Cuál ha sido mi sorpresa al comprobar que, en vez de alisarse, mi pelo se hinchaba en plan globo y se me ponía de punta como si estuviera poniendo la lengua en uno de esas bolas que generan electricidad estática. 
He abierto el cajón del mueble y me he puesto una crema que me recomendó el peluquero para los días en los que tuviera el pelo especialmente rebelde. Me lo he aplicado y he seguido con el secador. Pero mi melena ha seguido hinchándose como uno de esos algodones de azúcar que venden en las ferias. Después de media hora de esfuerzo aquello no había quien lo domara. Así es que me he peinado con un moño estupendo y me he ido a la reunión. 
Al regresar a casa y entrar en el cuarto de baño se me han puesto los pelos como escarpias al comprobar que el champú rizos perfectos descansaba junto a la mascarilla liso keratina. Entonces lo he entendido todo. De modo que he bajado al súper a por jabón lagarto y una botella de vinagre. ¡Volvamos a lo que siempre ha funcionado!

martes, 6 de octubre de 2015

Frescor Salvaje


Los más jóvenes es posible que no hayáis oído nunca hablar de esto pero, a principios de la década de los ochenta, hubo un anuncio en televisión que animó bastante al personal. En él una señorita con un cuerpo de escándalo corría por la orilla de una playa paradisiaca completamente extasiada. Así fue como la gente de marketing nos dio a conocer en su día la marca de desodorante FA, el frescor salvaje del Caribe. 
Mi madre, aunque nació en 1932, siempre ha sido una mujer muy avanzada para su tiempo. Así es que, en cuanto vio aquel spot, ni corta ni perezosa corrió a la droguería de confianza porque quería experimentar la misma sensación de la muchacha del anuncio. Desde aquel momento en mi casa no entró otra cosa y yo crecí siempre envuelta en aromas frescos, cítricos y, por supuesto, salvajes. En mi vida adulta he seguido sus mismas pautas. En parte por ser lo conocido y también porque, en lo que aromas se refiere, me parezco bastante a ella. Así es que siempre que tengo que escoger algo para aplicar sobre el cuerpo prefiero lo ácido y fresco a lo dulzón. 
El caso es que llevaba tiempo queriendo probar las famosas toallitas esas de higiene íntima que tanto anuncian en televisión y que, en mi opinión, tienen un nombre poco comercial. Deberían de haberlas llamado Chichi directamente en vez de Chilly.  Pero supongo que a la multinacional en cuestión que las ideó la primera opción debió de parecerle poco apropiada. El otro día fui al súper con tiempo (algo rarísimo) y me dediqué a pasear por los lineales con calma para echar un vistazo a todo. Cuál fue mi sorpresa al encontrar las toallitas en cuestión perfectamente apiladas y con un envase muy atractivo. Me acerqué a mirarlas con detenimiento y comprobé que hay dos tipos. Unas con fórmula suave (es decir, dulce) y otra con fórmula fresca (o sea… la mía). Sin pensarlo dos veces me llevé la segunda en formato mini para el bolso y ahí han estado hasta esta mañana. 
Como últimamente no tengo tiempo ni para mirarme al espejo (prueba de ello es que el otro día salí maquillada con purpurina a las siete de la mañana) hoy no iba a ser diferente. He llegado al bar para desayunar tan acalorada que parecía recién salida de una sauna. De modo que he ido directamente al lavabo a refrescarme un poco. He entrado en el baño y, al abrir el bolso para coger un cleenex he visto las toallitas íntimas. En ese momento he pensado: “Pues mira ya que estoy pues me lo refresco todo”. Y p’allá que me he ido. 
Tengo que confesar que el producto funciona bien. Quizás hasta demasiado. Porque hace casi tres horas de eso y todavía tengo el frescor salvaje del Caribe justo ahí. ¡Cuánto marcan las cosas de la infancia, oiga!




lunes, 5 de octubre de 2015

Una casa en Pedralbes





Hace un rato iba andando por el Paseo de la Bonanova y contemplaba los palacetes que había a un lado y a otro. Me he preguntado quiénes serían las personas que viven en ellos, cómo serían sus vidas, a qué problemas se tienen que enfrentar en su día a día, qué les motiva, qué les apasiona. Lo que odian, lo que adoran… Al principio solo me han venido a la mente banalidades tipo: “No sé qué bolso de Vuitton ponerme hoy”, “Cómo amargarle la existencia a mi asistenta filipina” o “qué laca de uñas combina mejor con mi lencería de La Perla”. Luego he ido entrando en materia hasta llegar a la conclusión de que, lo más seguro, sus preocupaciones sean las mismas que las mías solo que a otro nivel. Lo que para mí son 500 euros para ellos deben ser 5000. Sus hijos seguro que no necesitan ayuda escolar pero probablemente sus padres donen dinero a alguna de las muchas entidades que luego patrocinan programas escolares, etc…  Y sí, también me ha dado por dejar salir mi lado más escéptico y salvaje al pensar en la de desalmados de la banca o del mundo empresarial en general que habitarán esas humildes moradas.

Mientras caminaba absorta en mis pensamientos no he podido evitar echar la vista atrás. Algo que hago en muy pocas ocasiones por aquello de que el pasado ya no tiene solución. Sin embargo hoy no he podido evitar caer en la nostalgia y en el absurdo juego del “¿Y si…?”. Como ya era de prever no he llegado a ninguna parte pero se ha producido algo curioso. Todo lo que me rodeaba lo he visto absolutamente posible. Solo es cuestión de proponérselo, de dar el primer paso para pasar al siguiente nivel. Seguro que algunos estáis pensando que tengo el síndrome de la clase media,  esa dolencia que lleva a pensar a las personas que si trabajan duro podrán ganar más dinero para mejorar tanto su vida como la de aquellos que la rodean. Pues no. Puedo asegurar que no soy víctima de ningún tipo de síndrome. Sino más bien de una certeza. No sé si conseguiré una casa en Pedralbes. A lo mejor si algún día puedo permitírmela a lo mejor no la quiero y me da por regresar a mi casa en Benidorm. Ni idea. Pero el simple hecho de ver la posibilidad como algo real ha provocado que esté viendo las cosas de otra manera y eso…. Siempre es un excelente comienzo. 

domingo, 4 de octubre de 2015

La loca del coño

Hace unos días mientras corregía un manuscrito me vino a la cabeza una idea atrevida y un poco gamberra. Para quienes todavía no lo sepáis, suelo escribir con el gestor de redes sociales abierto y, en cuanto se me ocurre algo, lo comento con todos vosotros. Se me acababa de cruzar por la mente un título para una novela: La loca del coño
¿Por qué un nombre como ese? Probablemente porque llevo bastante tiempo muy formal y, sobretodo, hace muchos meses que trabajo más horas de las que cualquier persona en su sano juicio debería. Si a eso le unimos mi carácter extrovertido y la presión que llevo tenemos como resultado que mi mente genere ideas como esta.
Fue entonces cuando pensé: “Por qué no escribes una novelita corta que se titule así”. Y tal cual lo compartí con vosotros en Twitter y Facebook. Enseguida, vosotros que afortunadamente estáis igual de estupendos de la azotea que yo, me animasteis a desarrollar un poco más la idea.
En este momento en el que llevo cuatro proyectos literarios al mismo tiempo desearía que los días tuvieran setenta y dos horas en vez de veinticuatro. Pero, tal fue la acogida de la novelita en cuestión y lo que me apetece desconectar aunque sea media hora al día de lo que hago habitualmente que, sin apenas darme cuenta, empecé a teclear la sinopsis de la historia sin pensar en nada más.  Y este fue el resultado:

Antonia Conesa Cara tiene 40 años y es carnicera. Lleva casada desde los 20 con Pepe, alias "el levantito". Lo llaman así porque, desde que se quedó en paro, se pasa la vida en el bar. Hace cosa de un año "le dio un aire" y se le quedó la boca un poco torcida. Tienen un hijo, Manu, que estudia segundo de bachiller pero que también se dedica a trapichear con drogas. 
Una mañana Antonia se levanta con un terrible dolor de cabeza y va al botiquín a por un ibuprofeno. Desconoce que es allí donde su hijo guarda la mercancía. Cuando llega al trabajo empieza a encontrarse mal pero muy bien al mismo tiempo. Durante el tiempo que le dura el cuelgue de la pirula que se ha tomado se verá a sí misma en otra vida, en otro mundo. Cuando se recupere querrá tener todo aquello que ha vivido de forma tan intensa durante las últimas horas.

De nuevo os hice partícipes de la idea y vuestra respuesta ha sido tan espectacular que hasta tenemos propuestas de portada.

By Jean Larser


By Virginia Pérez de la Puente

“La loca del coño” no tiene editorial. Tampoco se la he ofrecido a ninguna. Pero, ahora mismo,  lo que menos me preocupa. Lo que si tengo claro es que quiero sacar adelante una idea divertida, un poco gamberra y con la que pueda dar rienda suelta a todo lo que se me pase por la cabeza. Lo único en lo que pienso en cómo irle complicando la vida cada vez más a Antonia, la carnicera del Poble Sec.

¡Os iré informando!

lunes, 28 de septiembre de 2015

Doce meses



Hace exactamente un año se publicó “Bésame mucho”, primer volumen de la trilogía “Bésame”.  Amazon fue la primera plataforma en la que la criatura se dio a conocer a los lectores para, una semana después, estar en todas las librerías. No estaba nerviosa. El hecho de que solo me conocieran en mi casa a la hora de comer ayudaba bastante. Además trabajar durante muchos años en prensa escrita me había acostumbrado a ver mi nombre impreso en papel aunque, por supuesto, de otro modo. Solo había una cosa que me preocupaba en realidad: Que la historia que había escrito con tanto esfuerzo y cariño llegara a los lectores. Me daba igual si gustaba o no. Mi único interés era no dejar indiferente a quien se acercara a aquel primer libro.
Empezaron a llegar los primeros comentarios y, en general, todo lo que me decían los lectores era bueno. Por supuesto había muchas cosas que mejorar pero las impresiones que me llegaban eran buenas. No soy muy dada a creerme este tipo de cosas. Supongo que es la consecuencia de ser siempre tan exigente conmigo misma y pensar que, aunque me digan que algo está bien, no llega a ser del todo cierto. No porque me engañen, sino porque mi mente siempre está un paso más allá.
Tras los comentarios llegó la promoción. Me subí en un avión a mediados de octubre y me bajé, como aquel que dice, en Navidad. Visité Málaga, Maracena (Granada),  Benidorm, Madrid, Alicante, Santiago de Compostela y Barcelona. Fue en ese “World Tour” cuando empecé a conocer a gente auténtica. A ese tipo de personas que estaba convencida de que se habían extinguido. Por suerte estaba equivocada. Fui recibida con un cariño enorme por lectoras/es a los que no había visto en mi vida y también por libreras/os con los que tan solo había intercambiado un par de mensajes a través de las redes sociales. Y flipé… mucho. Todo.
Cuando volví a casa a comerme el turrón se podría afirmar que no caminaba, más bien levitaba con el subidón que llevaba después de tantas cosas buenas. Por suerte soy bastante consciente de que el éxito es efímero y que solo se mantiene si eres capaz de seguir realizando un trabajo de calidad. Al menos eso es lo que me han enseñado tantos años de profesión.
Han pasado doce meses. He recorrido media España para dar a conocer mi trabajo  y, en el camino, han nacido otros dos libros más que han completado la trilogía. El próximo mes de noviembre podréis conocer el desenlace. Me muero de ganas de que tengáis la novela en vuestras manos. En todo este tiempo he seguido conociendo a gente maravillosa. Suena a tópico pero, quienes me conocéis, sabéis lo asquerosamente sincera que soy y que si hubiera conocido a un hatajo de cabrones lo diría igualmente. Pero no ha sido así
Quiero daros las gracias DE VERDAD a todas las personas que estáis conmigo cada día. A quienes me habéis acompañado durante estos últimos doce meses, a los que ya estabais ahí antes y me lleváis aguantando años. GRACIAS por el cariño, por los buenos momentos, por las risas, por ser mi fuente de inspiración a la hora de definir a un personaje o crear un diálogo. GRACIAS por hacer que todo este sueño se haya hecho posible y, sobre todo, GRACIAS porque ahora en casa me conocen también a la hora del desayuno y a la de la cena. Juas¡¡¡

Un beso enorme para tod@s y nos vemos en nada¡¡

sábado, 26 de septiembre de 2015

Cuando el tiempo va hacia atrás






Hola me llamo Raquel. Nací en septiembre de 1973. Por lo tanto tengo ya 42 años. Sin embargo hoy cumplo 35.  Probablemente estéis pensando que soy una de esas mujeres que ya han empezado a quitarse años y se han plantado en una edad determinada porque me espanta envejecer. No es el caso. La razón por la que hoy cumplo treinta y cinco años se remonta exactamente a siete años atrás. 
Quienes me conocen saben que siempre he sido una persona muy extrovertida, alegre y vital. En mi casa me enseñaron que a la vida hay que plantarle cara y que no hay que rendirse nunca. Así he ido yo por la vida siempre hasta hace unos años. Por una serie de situaciones personales que no voy a explicar y de decisiones que tampoco vienen al caso, de la noche a la mañana todo el mundo que conocía cambió. La persona que siempre había sido desapareció y la vida que con tanto esfuerzo me había construido también se esfumó. 
En unos pocos días pasé de la luz y la fuerza a la oscuridad más absoluta. Me enfrenté a ella con todas las armas que tenía a mi alcance pero la oscuridad se fue haciendo cada vez más y más grande hasta que, al final, me dejé arrastrar por ella. Estoy convencida de que todas las cosas que pasaron en mi vida desde los 35 hasta los 40 años no fueron una mierda, ni un completo desastre. Pero, cuando echo la vista atrás, solo recuerdo esa oscuridad que lo envolvía todo, angustia, lágrimas, desesperación y una sensación de no tener ni idea de por qué tenía que seguir adelante. 
Sé que durante todo ese tiempo hubo una persona a mi lado que siempre me tendió la mano. Alguien que me abrazaba cada vez que podía y me recogía cada lágrima mientras me susurraba que todo saldría bien, que algún día me reencontraría conmigo misma en el camino. Y así cumplí 36, 37, 38, 39, 40….  Tengo que admitir que convertirme en cuarentañera marcó un punto y aparte en mi vida. Empecé a ver las cosas de un modo diferente y, poco a poco, la luz al final del caminó empezó a dibujarse. Me levanté. Volví a luchar y, lo más importante, sonreí de nuevo. No fue fácil y sí, recaí en muchas ocasiones. Pero ya no me dejaba arrastrar por la oscuridad. Ahora la luz tenía mucha más fuerza. 
Hoy tengo 42 años y, aunque tengo mis días malos como todo el mundo, mi vida ha cambiado por completo. Soy feliz. Vivo, siento, respiro, río, amo y me siento (como diría Montse) de putísima madre. Sé que no puedo recuperar el tiempo perdido porque, en realidad, no lo fue. Necesité de aquella angustia para ser quien soy ahora. Eso es algo que he ido asumiendo con el paso del tiempo. Sin embargo sí que hay algo que está en mi mano. Recuperar todas y cada una de las edades de las que solo recuerdo tristeza. 
Por eso hoy cumplo 35. Mi vida es otra y mi actitud también. He conocido a gente maravillosa en el camino. Con algunas de esas personas compartiré hoy cañas, almuerzo y copas. Sé que después de esto, cuando un día me retire a la casa frente a la playa junto a la persona a la que quiero, echaré la vista atrás y una sonrisa se dibujará en mis labios. Los 35 fueron geniales y, afortunadamente, empiezan hoy. 

lunes, 21 de septiembre de 2015

Can´t take my eyes off you



Hace semanas que te has ido. Dejaste bien claro que no querías saber nada de mí y, sin embargo, yo sí quiero saberlo de ti. No sé qué me ha pasado contigo. Tampoco tengo la más mínima idea de por qué has sido la mujer que ha puesto todo mi mundo patas arriba. Pero ha pasado  y no puedo más que aceptarlo. Estoy cansado de luchar contra lo que siento. Harto de llevar una vida que no se corresponde en absoluto con el hombre en el que me he convertido.  Sin embargo.... Tú ya no estás. Debo aprender a vivir sin ti. Tengo que seguir adelante pero es que te llevo tan dentro de mí que no soy capaz de hacer ninguna otra cosa. He perdido la concentración en el trabajo, cuando llego a casa  me tumbo en el sofá y rememoro todos los momentos que pasamos juntos. Tal vez me haya equivocado porque ahora mismo estoy enfadado con el universo, con la vida... Aún así hay un nombre que no puedo dejar de pronunciar. El tuyo, MARGA.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Por qué me tomo la vida con humor

Sois muchos los que a diario os reís con las cosas que cuento tanto en Facebook como en Twitter. Otros me preguntáis cómo estoy siempre con esta energía y positividad que me suelen caracterizar. Por lo general no suelo hablar de mis agobios, mis angustias o mis malos momentos básicamente porque la vida me ha enseñado que esos tragos los tengo que pasar sola y lo más rápido posible. Tampoco suelo hablar en público de mis vivencias más personales. Soy bastante celosa de mi privacidad. Sin embargo llevo ya algunos meses recibiendo mails de personas que lo están pasando mal y me preguntan cómo es que siempre estoy sonriendo. Pues bien... Os contaré algo que muy poca gente sabe. Una experiencia que cambió mi vida para siempre y que tal vez os ayude a comprender por qué me tomo la vida con humor.

Empezaré diciendo que siempre he sido una persona muy extrovertida y risueña. Me encanta bromear y hacer que la gente se divierta cuando está a mi lado. Por circunstancias que ahora no vienen al caso esa chispa que siempre ha habido en mí se fue apagando poco a poco hasta que llegó un día en que ni siquiera reconocía a la persona veía reflejada en el espejo cada mañana. Aún así seguí adelante. Con el paso de los años empecé a tener problemas de salud al principio nada serios: Sobrepeso, dolores de espalda, de cabeza, ganas de llorar. El médico diagnosticó todo aquello como estrés y me recomendó que hiciera ejercicio. Estaba muy agobiada por todo lo que sentía pero, incluso así, empecé a andar diez kilómetros todos los días. Mi estado de ánimo no cambió, ni tampoco desaparecieron los dolores. Lo único que conseguí fue bajar algo de peso. Pero aquello no me animó demasiado.

Con todo el estrés del trabajo, la familia y querer llegar a todo mi estado empeoró. Lo hizo hasta el punto de que en menos de ocho meses me planté con 106 kilos, perdí el trabajo y me pasaba los días metida en la cama llorando.  Volví al médico y siguió diciendo que tenía estrés. Estuve vegetando casi un año hasta que, poco a poco, empecé a llorar menos, a salir más a la calle aunque seguía sin sentirme bien.

Una mañana del mes de junio de hace tres años estaba en la cocina preparando la comida y empecé a notar que los dedos de la mano izquierda se me dormían. Luego el hormigueo se extendió al brazo y, con una rapidez pasmosa, invadió toda la parte izquierda de mi cuerpo hasta el punto de no poder sostenerme en pie. A continuación el hormigueo pasó a la cara, a la boca y me di cuenta de que era incapaz de hablar. Estaba sola en casa y, aún no sé cómo, conseguí llegar a urgencias. Enseguida me atendieron, me metieron en una ambulancia y me llevaron al hospital. Cuando llegué allí me esperaban dos neurólogos que me sometieron a todo tipo de pruebas a una velocidad de vértigo.

Al terminar me quitaron la ropa y la colocaron dentro de una bolsa que etiquetaron debidamente con mi nombre y el número de paciente. En el tiempo que tardaron en traerme un pijama me quedé completamente sola. Tumbada en la camilla muy angustiada por lo que me estaba pasando miré en dirección a la bolsa que descansaba a mis pies y un pensamiento cruzó por mi mente: "Si te mueres ahora esto es todo lo que queda de ti. Cuatro prendas de ropa metidas en una bolsa". Me eché a llorar. No porque me diera miedo abandonar este mundo (soy de las que creen que somos energía y nos transformamos para regresar)  sino por ver lo pequeña que era, lo insignificante y cómo todo cambia en un segundo. Las personas que habéis pasado por circunstancias similares seguramente sabréis de qué os hablo.

Durante el día y medio que pasé completamente sola en el hospital (mi familia está a 500km y no los avisé) me hicieron de todo para ir descartando dolencias. A lo largo de aquellas 36 horas seguí viendo mi ropa metida en una bolsa de plástico y pensando que eso era yo. Y algo dentro de mí se revolvió con fuerza y se negó a ser aquello. No podía seguir pasando por la vida sin pena ni gloria. No tenía ningún sentido tomarme las cosas ni a las personas en serio porque, como estaba comprobando, si me moría me lo habría perdido todo. Me habría perdido a mí misma.

Al final los neurólogos dieron con lo que me pasaba (nada demasiado serio afortunadamente) y, después de una larguísima conversación con uno de ellos le conté la conclusión a la que había llegado. Él me miró sonriendo y me dijo que me firmaría el alta encantado si le prometía que iba a mantener ese mismo espíritu el resto de mis días. Así lo hice.

Han pasado tres años. He perdido 36 kilos. He conseguido escribir y publicar tres novelas.  Por supuesto he tenido y tengo mis días malos pero, ante todo, procuro reírme cada día lo máximo posible aunque sea de cosas que a cualquier otra persona le provocaría el llanto. Se puede. Os lo aseguro.

Y esta soy yo. Aquí, ahora y siempre.


viernes, 31 de julio de 2015

Morir de risa


Estaba esperando mi turno para la manicura cuando ha entrado un señor en el salón de belleza. Enseguida todos lo hemos mirado con más o menos interés. En mi caso solo lo he visto de reojo porque estaba muy entretenida corrigiendo una novela.
El tipo se ha acercado al mostrador de la recepción.

- ¿Me puedes dar hora para depilarme?

Al oír eso lo he mirado de arriba abajo y me he encontrado con unas piernas en fin.... indescriptibles. He sonreído para mis adentros y he hecho como si nada. Pero la señora que estaba al lado haciéndose una pedicura estupenda no se ha podido controlar.

- Una hora dise. No tiene guasa ni ná el amigo. Con esas piernas tendríais que darle el fin de semana entero- ha murmurado con cierta discreción.

Y encerrada llevo en el baño diez minutos sin poder controlar la risa....


martes, 9 de junio de 2015

Persiguiendo un sueño





Cuando tenía cuatro años no jugaba con muñecas. Me conformaba con un lápiz y un papel. No porque en casa fuéramos pobres, sino porque para mí el mejor juego del mundo era contar historias. Por aquella época mi público eran los Nenuco y las "Barriguitas". Ellos fueron testigos de los primeros relatos que fui capaz de crear. Con el tiempo aquella pasión fue creciendo. A los diez años mis compañeros de clase escuchaban con atención las redacciones que escribía en el colegio. No porque fueran interesantes. Más bien porque eran mis amigos y mientras yo leía en voz alta no había que hacer otras tareas más aburridas.
Cuando llegué a la adolescencia hice lo que todas mis amigas. Me compré un diario y volqué en él todos mis pensamientos y sueños. Aún lo conservo. Pero tengo que confesar que no he sido capaz de volver a leerlo. No creo que pudiera soportar de nuevo la niña/mujer que fui.
Luego los años, la universidad y mis primeros trabajos me mantuvieron un poco alejada de la escritura creativa. Sin embargo seguí juntando letras en el apasionante mundo de los medios de comunicación. En ocasiones y, solo con los más allegados, daba rienda suelta a la imaginación con un juego que se mantiene vivo en la familia en la actualidad. Como si fuera Meryl Streep en "Memorias de África" me dedicaba a regalar relatos a quien me ofreciera tres palabras. Daba igual cuáles fueran, que tuvieran o no significado. En cuanto las escuchaba me lanzaba enseguida a escribir una historia.
El tiempo y la vida me llevaron hace un par de años a tener la oportunidad de escribir mi primera novela. Historia que ha terminado convirtiéndose en una trilogía como bien sabéis quienes me seguís.
Con "Bésame mucho" y "Bésame ahora" se ha cumplido más que de sobra aquel sueño que un día tuve. Hoy, una lectora me ha hecho llegar este enlace Las 10 novelas más calientes de la Feria del Libro de Madrid. Tengo que confesar que no lo esperaba en absoluto. Hay tantas autoras y tantos libros... Son tantas las opciones para leer que el simple hecho de poder estar en un evento como el que se está celebrando en Madrid durante estos días es ya un privilegio.
No encuentro palabras para agradeceros a todos el apoyo y la fe en mi trabajo que habéis demostrado durante los últimos meses. Yo simplemente os puedo decir que nunca dejaré de ser aquella niña de cuatro años inmensamente feliz con un lápiz en la mano frente a un trozo de papel.

miércoles, 27 de mayo de 2015

Dichosa cremallera



La llegada de la primavera ha causado un extraño fenómeno en mi persona. Por lo general voy vestida de lo más sencillita. Mona pero  sin destacar demasiado. Pues bien, desde que hace unas semanas ya la temperatura subiera por encima de los veinte grados, me ha dado por los vestidos. Como mujer que ha tenido sobrepeso durante bastantes años, nunca me había atrevido con este tipo de prendas. Básicamente porque los que me gustaban no me entraban  y los que se ajustaban a mi cuerpo parecían más apropiados para cubrir una mesa camilla. Pero como gracias al esfuerzo he logrado quitarme todos los kilos que me sobraban esta temporada mi problema reside principalmente en qué vestido NO comprarme.
Hoy he elegido uno de color blanco precioso que me compré en mi último viaje a Nueva York. Como buen vestido lleva una bonita cremallera que me ha ayudado a abrochar mi hijo de nueve años a primera hora de la mañana. He salido a la calle contentísima con mi nuevo look e incluso he recibido un par de halagos por parte de personas que por lo general ni me miran. Me he paseado por las calles de Barcelona mientras hacía una serie de recados que tenía pendientes y luego me he ido en dirección al despacho a escribir.
Lo primero que he hecho al llegar ha sido quitarme los tacones. A continuación mi intención ha sido quitarme el vestido pero cuál ha sido mi sorpresa al comprobar que la cremallera estaba atascada. Durante unos segundos he tratado de mantener la calma repitiéndome que solo tardaría unos segundos en deshacer el entuerto. He seguido intentado deshacerme de la prenda pero no había manera. En uno de mis intentos desesperados por quitarme el vestido me he tumbado en el suelo y he hecho la croqueta para ver si así aflojaba un poco la cremallera. Pero tampoco ha funcionado.  Me he vuelto a poner de pie y he llegado a la conclusión de que tendría que quedarme así hasta que llegue el niño del colegio. Pero todavía faltaban un montón de horas y no me apetecía arrugar el vestido tan estupendo.
Durante varios minutos he vuelto a hacer un último intento de bajar la dichosa cremallera pero nada. No he tenido suerte. A continuación ha pasado por mi mente aquella famosa frase que reza: “A grandes males grandes remedios”. Así es que enfundada en mi vestido con cremallera atascada y todo he abierto la puerta de la calle, he salido al rellano y he llamado al timbre de mi vecino de al lado. A los pocos segundos ha abierto la puerta y me ha mirado con cara de no comprender nada.
     Perdona… Sé que esto te va a parecer raro pero, ¿puedes ayudarme?— le he dicho mientras me daba la vuelta y le enseñaba la cremallera a medio bajar del vestido.
     Veré qué puedo hacer— ha respondido él casi entre risas.
     En serio no quiero sexo ni nada. Es que me he quedado atrapada aquí dentro. — Una frase estúpida por mi parte, sí. Pero es que el momento era de lo más surrealista y suelo decir gilipolleces en situaciones así.
     No te preocupes…
Durante unos segundos el muchacho ha estado forcejeando con el vestido hasta que al final he escuchado un click que ha sido como música celestial.
     Ya está. ¿Puedo hacer algo más por ti?
     No… muchas gracias, de verdad.
     Luego he dado media vuelta. He tratado de caminar lo más digna posible mientras me sostenía el vestido con una mano y abría la puerta con la otra...