Sois muchos los que a diario os reís con las cosas que cuento tanto en Facebook como en Twitter. Otros me preguntáis cómo estoy siempre con esta energía y positividad que me suelen caracterizar. Por lo general no suelo hablar de mis agobios, mis angustias o mis malos momentos básicamente porque la vida me ha enseñado que esos tragos los tengo que pasar sola y lo más rápido posible. Tampoco suelo hablar en público de mis vivencias más personales. Soy bastante celosa de mi privacidad. Sin embargo llevo ya algunos meses recibiendo mails de personas que lo están pasando mal y me preguntan cómo es que siempre estoy sonriendo. Pues bien... Os contaré algo que muy poca gente sabe. Una experiencia que cambió mi vida para siempre y que tal vez os ayude a comprender por qué me tomo la vida con humor.
Empezaré diciendo que siempre he sido una persona muy extrovertida y risueña. Me encanta bromear y hacer que la gente se divierta cuando está a mi lado. Por circunstancias que ahora no vienen al caso esa chispa que siempre ha habido en mí se fue apagando poco a poco hasta que llegó un día en que ni siquiera reconocía a la persona veía reflejada en el espejo cada mañana. Aún así seguí adelante. Con el paso de los años empecé a tener problemas de salud al principio nada serios: Sobrepeso, dolores de espalda, de cabeza, ganas de llorar. El médico diagnosticó todo aquello como estrés y me recomendó que hiciera ejercicio. Estaba muy agobiada por todo lo que sentía pero, incluso así, empecé a andar diez kilómetros todos los días. Mi estado de ánimo no cambió, ni tampoco desaparecieron los dolores. Lo único que conseguí fue bajar algo de peso. Pero aquello no me animó demasiado.
Con todo el estrés del trabajo, la familia y querer llegar a todo mi estado empeoró. Lo hizo hasta el punto de que en menos de ocho meses me planté con 106 kilos, perdí el trabajo y me pasaba los días metida en la cama llorando. Volví al médico y siguió diciendo que tenía estrés. Estuve vegetando casi un año hasta que, poco a poco, empecé a llorar menos, a salir más a la calle aunque seguía sin sentirme bien.
Una mañana del mes de junio de hace tres años estaba en la cocina preparando la comida y empecé a notar que los dedos de la mano izquierda se me dormían. Luego el hormigueo se extendió al brazo y, con una rapidez pasmosa, invadió toda la parte izquierda de mi cuerpo hasta el punto de no poder sostenerme en pie. A continuación el hormigueo pasó a la cara, a la boca y me di cuenta de que era incapaz de hablar. Estaba sola en casa y, aún no sé cómo, conseguí llegar a urgencias. Enseguida me atendieron, me metieron en una ambulancia y me llevaron al hospital. Cuando llegué allí me esperaban dos neurólogos que me sometieron a todo tipo de pruebas a una velocidad de vértigo.
Al terminar me quitaron la ropa y la colocaron dentro de una bolsa que etiquetaron debidamente con mi nombre y el número de paciente. En el tiempo que tardaron en traerme un pijama me quedé completamente sola. Tumbada en la camilla muy angustiada por lo que me estaba pasando miré en dirección a la bolsa que descansaba a mis pies y un pensamiento cruzó por mi mente: "Si te mueres ahora esto es todo lo que queda de ti. Cuatro prendas de ropa metidas en una bolsa". Me eché a llorar. No porque me diera miedo abandonar este mundo (soy de las que creen que somos energía y nos transformamos para regresar) sino por ver lo pequeña que era, lo insignificante y cómo todo cambia en un segundo. Las personas que habéis pasado por circunstancias similares seguramente sabréis de qué os hablo.
Durante el día y medio que pasé completamente sola en el hospital (mi familia está a 500km y no los avisé) me hicieron de todo para ir descartando dolencias. A lo largo de aquellas 36 horas seguí viendo mi ropa metida en una bolsa de plástico y pensando que eso era yo. Y algo dentro de mí se revolvió con fuerza y se negó a ser aquello. No podía seguir pasando por la vida sin pena ni gloria. No tenía ningún sentido tomarme las cosas ni a las personas en serio porque, como estaba comprobando, si me moría me lo habría perdido todo. Me habría perdido a mí misma.
Al final los neurólogos dieron con lo que me pasaba (nada demasiado serio afortunadamente) y, después de una larguísima conversación con uno de ellos le conté la conclusión a la que había llegado. Él me miró sonriendo y me dijo que me firmaría el alta encantado si le prometía que iba a mantener ese mismo espíritu el resto de mis días. Así lo hice.
Han pasado tres años. He perdido 36 kilos. He conseguido escribir y publicar tres novelas. Por supuesto he tenido y tengo mis días malos pero, ante todo, procuro reírme cada día lo máximo posible aunque sea de cosas que a cualquier otra persona le provocaría el llanto. Se puede. Os lo aseguro.
Y esta soy yo. Aquí, ahora y siempre.
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Para no poner experiencias personales... ¡olé!
ResponderEliminartodo es fuerza y actitud, aunque a veces nos la quitan las circunstancias y las personas después de mucho luchar (cosa que no suelen querer ver), así que que gran consejo el de que no nos las tomemos en serio!
ResponderEliminarFelicidades.
A medida que voy cumpliendo años y voy siendo consciente de los problemas que surgen a nuestro alrededor, me he dado cuenta de que, o se aprende a convivir con esos individuos negativos o te hundes.
ResponderEliminarLa vida es nuestro videojuego y está puesta en modo difícil. ¿Pero y si todo se consiguiera fácilmente? Necesitamos que sea complicado para valorar lo que tenemos y lo que hemos superado. ;)
Mucho ánimo y sigue adelante. La vida siempre nos deja regalos de todas las clases. :D
Yo soy como tú. Al principio, era risueña y simpática pero lo suficiente, nada de otro mundo. Después, cuando mi primer novio rompió conmigo, mi mundo se vino abajo. No comía, no hablaba, solo lloraba y no tenía absolutamente ganas de nada. Mi madre estaba preocupada, tenía miedo de que cogiese una depresión y después de estar casi un mes como un alma en pena, decidí quedar con mis amigas y así animarme. Al poco tiempo, mi humor comenzó a subir y subir. Ahora me lo tomo todo con humor ( a veces, hasta cosas que no debería... Lo que me causa ciertos problemas), me volví más risueña y muchísimo más simpática. Yo me siento bien siendo así. Hago reír a la gente, les animo y me gusta verlos felices pero muchas veces, se quejan de que no veo las cosas como tendría que verlas una persona normal. Piensan que paso la mayor parte de mi tiempo en mi propio mundo y que debería de ser más seria.
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