Los que seguís mis andanzas por Facebook o Twitter sabéis de sobra que mi existencia es de todo menos tranquila. Por suerte, lo que os voy a explicar a continuación, sucedió hace algunos años. A pesar de lo traumático de la situación también conseguí ver el lado positivo e incluso reírme.
Vivo en Barcelona en un edificio de más de doscientos años de antigüedad. Uno de esos inmuebles en los que no puedes matar un mosquito sin llamar al SEPRONA non vaya a ser que el bicho en cuestión pertenezca a una especie extinguida hace tres siglos y que, por azares de la vida, lleve instalado en tu casa incluso antes de que se hiciera la obra. Cada vez que tenemos que hace algo tan simple como colgar un cuadro debemos pedir un permiso porque, bajo la pintura, se esconden unas maravillosas paredes de piedra que no se pueden dañar. Tampoco hay opciones para cambiar los techos de madrea, ni las baldosas hidráulicas del suelo aunque te pases el año llamando a los albañiles para que te las peguen de nuevo a menos que te gusten los pisos en plan tablero de Scrabble.
Cuatro años atrás mi vecina de arriba bajó a comunicarme que iba a instalar un jacuzzi en el baño. La miré con cara de espanto porque, unos meses atrás, había curioseado la composición del suelo en compañía del albañil y solo fui capaz de ver una especie de argamasa mezclada con cañizo. Muy seria le dije que dudaba mucho que un edificio como el nuestro aguantara ese tipo de bañera y, menos aún, llena de agua. La buena mujer se fue de mi casa bastante cabreada y acusándome de tener envidia de lo bien que le iban las cosas cuando yo me tenía que conformar con estar en el paro.
Durante un tiempo el tema quedó zanjado hasta que un día la vecina molesta apareció en una junta de vecinos con un documento expedido por no sé cuántos técnicos y peritos en el que se daba vía libre a la instalación del jacuzzi. Todos los allí presentes alabaron las influencias que debía tener la moza para conseguir aquel papel. Todos menos yo quien, debido a mi cinismo y realismo habitual, sospeché que había logrado su objetivo a base de hacerse un Estela Reynolds en los despachos. Pocos días después empezaron las obras y se instaló el dichoso jacuzzi. Cada vez que yo entraba en el váter era como hacerlo en una discoteca en plena Nochevieja. Protesté, le pusieron no sé qué aislamiento a la bañerita de marras y, aunque amortiguó el sonido, nunca dejé de escucharlo.
Una madrugada, tal y como yo había predicho en varias ocasiones, la vecina de arriba se dejó el grifo del jacuzzi abierto y mi casa pasó de ser un piso en Montjuic a una cabaña flotante sobre el Índico. Había tanta agua por todas partes que, mientras me espabilaba, se me pasó por la cabeza que un tsunami hubiera arrasado Barcelona. En cuanto estuve del todo despierta caí en la cuenta de que las cataratas de Iguazú estaban provocadas por mi estupenda vecina del piso de arriba. Subí a avisarla. Su casa era como un atolón en el Pacífico. Solo se veía una escalera metálica enorme y arriba del todo a mi vecina histérica perdida. Por suerte, vinieron los bomberos, los del seguro, la policía y creo que hasta el cura de la parroquia del barrio. Nadie quiso perderse el espectáculo.
Pasé semanas poniendo en orden mi casa y evaluando los daños ocasionados por el agua. Por fin había conseguido quedar con los pintores del seguro para eliminar las manchas de humedad que cubrían la totalidad del techo de mi casa. Era viernes por la mañana y todavía faltaban un par de horas para que llegaran a arreglar los desperfectos. Hacía calor de modo que decidí bajar al bar a tomar un café y, de paso, terminar de completar la lista de estropicios que debía abonar mi compañía de seguros. Al cabo de un rato regresé a mi dulce hogar. Nada más abrir la puerta me recibió una nube de polvo en plan 11-S y un estruendo del tipo: “No sé qué puñetas está pasando pero voy a tirarme al suelo y a cubrirme la cabeza para que, por lo menos, reconozcan mi cadáver, cuando el fin del mundo este caiga sobre mí”.
Cuando la polvareda remitió y el sonido desapareció me puse en pie. Me temblaba todo el cuerpo pero, aun así, conseguí caminar. Poco a poco entré en el piso. Comencé a ver trozos de ladrillo sobre la mesa mi despacho, en el suelo. No había luz y todo estaba oscuro. Seguí caminando con lentitud y a al mirar hacia la izquierda creo que grité como la protagonista de una película de terror. Mi cuarto de baño se había convertido en la casa de Pin y Pon pero sin techo. Éste se había desplomado literalmente sobre mi lavadora de última generación, la secadora, el mueble de la plancha, el armario de la ropa de invierno, los productos de limpieza, el lavabo y, por supuesto, el váter. Como pude miré hacia arriba y me parece recordar que volví a gritar. Podía ver con claridad el cuarto de baño de mi vecina de arriba incluido el jacuzzi que, en aquel momento, tenía la misma estabilidad que un grupo de senadores corriendo sobre unos Louboutin.
Salí de allí todo lo rápido que pude. De nuevo vinieron los bomberos, la policía, el seguro, técnicos del ayuntamiento y creo que hasta el CSI. Entre todos apuntalaron el dichoso jacuzzi para que no terminara de caer y matara a alguien. Luego hicieron cientos de fotos de la escena y, por fin, un grupo de obreros comenzó a retirar escombros. Cuando hubo algo más de espacio y de luz comprobé con espanto que mi lavadora no era más grande que una caja de cereales, que mi armario de temporada había quedado reducido a polvo y la ropa de su interior no servía ni para hacer trapos. No sabía si reír o llorar. Al final opté por lo segundo. Sobre todo al pensar que mi madre iba en un tren camino de Barcelona para pasar unos días conmigo y que llegaría en unas pocas horas.
Me senté en la silla de mi despacho que parecía sacada del rodaje de “Perdita Durango”, me senté y empecé a llorar desconsolada. Uno de los albañiles que estaba haciéndose cargo de los escombros me trajo una tila. Supongo que la prepararía en la cocina de casa pero ni me acuerdo. Cuando conseguí tranquilizarme el hombre se sentó frente a mí y empezó a hablar.
— Señora lo peor ya ha pasado. Además piense en la suerte que ha tenido que esto no la ha pillado debajo.
— Si— respondí mientras moqueaba— pero mire qué desastre y cómo está todo. Después de las semanas que llevo limpiando para tener la casa en orden. Además en un rato…. ¡Llega mi madre!
Rompí a llorar de nuevo. Como el hombre fue capaz de consolarme sacó su móvil del bolsillo. Como una hora después tenía a tres señoras en mi casa moviéndolo todo y quitando hasta la última mota de polvo que llenaba el piso. Luego supe que era su mujer y sus dos hijas, trabajadoras del hogar que habían venido en su día libre a echar una mano. Cuando mi progenitora entró por la puerta mi casa había dejado de ser Chernobyl. Tampoco es que brillara como los chorros del oro pero, por lo menos, podíamos respirar sin miedo a desarrollar una enfermedad pulmonar.
Estuvieron casi dos semanas sacando escombros y muebles de mi casa. Meses reparándolo todo. Por suerte, el seguro se hizo cargo de los destrozos e incluso me abonó el contenido íntegro del interior de mi armario. Cuando me pidieron las facturas de las prendas para poder reembolsarme el dinero entré en shock. Primero porque no las guardo y segundo porque no quería ni sumar todo lo que había allí dentro. Por suerte admitieron los extractos de la tarjeta de crédito como prueba de compra. Todavía recuerdo a la empleada de la aseguradora llamándome por teléfono para preguntarme si tenía el bolso que aparecía en la lista de desperfectos.
Han pasado cuatro años. Mi casa vuelve a estar en orden. Bueno… cuando estoy en plena escritura de una novela hay alguna que otra pelusa gigante asentada debajo del sofá. El cuarto de baño se tuvo que renovar entero y la señora de arriba se ducha como todo el mundo. Eso sí… Mis bolsos y mis zapatos ya no están en un único armario. No vaya a ser que a alguien le dé por reformar la cocina o cambiar una pared de sitio y me vuelva a quedar “desnuda”.
La realidad casi siempre supera la ficción. Muy bueno
ResponderEliminarCierto:)
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