jueves, 10 de diciembre de 2015

Las lentejas congeladas



El otro día le comentaba a la Beni que, con el agotamiento que llevo, no tengo ganas ni de cocinar. Ella fue tan práctica como siempre.
¿Por qué no les compras comida preparada?  Aunque sea solo hasta que dejes de trabajar tantas horas y estés un poco más recuperada.
Es que todas esas cosas saben a plástico.
¡Qué va! Eso era antes. Tendrías que ver la de platos ricos que se pueden encontrar.
Siempre me he fiado mucho de su criterio así es que, al final, me convenció para probar alguna de esas delicias. Ella misma se encargaría de ir a comprarlas y de llevarlas a casa.  Y así fue. Aquella misma noche encontré el congelador de mi casa igual de hermoso que los de Carrefour cuando hay fiestas. En cuanto vi los nombres de las cosas que había allí dentro se me hizo la boca agua. Calenté un pollo con verduras que tenía una pinta maravillosa y se lo puse a los hombres. Hubiera dado lo mismo que les hubiera echado pienso para perros. Se lo tragaron sin rechistar. Tantos años en la cocina y resulta que con seis minutos en el micro también se alimentan.
Llevamos comiendo así casi quince días. Todo iba bien hasta anoche…
Llegué a casa reventada después de otras doce horas entre vísceras, sangre y cachos de carne. Tenía las mismas ganas de calentarme la cabeza con el menú como de cortarme las uñas de los pies con una radial. Abrí el congelador y cogí lo primero que pillé. Resultaron ser tres raciones de lentejas a la riojana. “Genial”, pensé pa mis adentros. “Algo así me entonará el cuerpo”. Las calenté en el micro, las serví en la mesa. Los lobos que tengo en casa, se las tragaron a tal velocidad que las habrán cagado sin digerir.  Yo me tomé mi tiempo. Tenía que reconocer que, para ser precocinadas, estaban bastante buenas. Luego me tumbé en la cama y he amanecido hoy a las cinco de la mañana más cansada que cuando me acosté.
He llegado a la carnicería a mi hora de siempre y me he tomado el cafetito con la Maritxell. Poco a poco la parada se ha empezado a llenar de gente y la mañana ha sido un no parar. Un poco antes de la hora de comer ha venido la señora Carmen, una viuda forrada que vive en la parte baja del Eixample y a la que hay que tratar de su excelencia como mínimo. Casi siempre la atiende mi jefa pero hoy, cosas de la vida, me ha tocado a mí.  La buena señora ha hecho una compra con la que seguramente podrá dar de comer a toda el área metropolitana de Barcelona e incluso de Girona. Estaba terminando de hacerle la cuenta cuando me ha pedido que le hiciera un favor.
Niña… ¿Te importaría meterme todo esto en el coche? Lo tengo aparcado ahí fuera en doble fila.
He mirado a mi jefa suplicando que no me hiciera cargar con todo aquello pero, como de costumbre, se ha hecho la loca.
Claro, Doña Carmen. Ahora mismo se lo llevo todo — he dicho al tiempo que pensaba cuántos viajes iba a tener que hacer para cargar todas las bolsas.
En cuanto la clienta ha empezado a andar la he seguido hasta la calle. Y, en efecto, casi en la misma puerta tenía aparcado su flamante BMW sobre la acera. Me ha abierto el maletero y ahí que he empezado a meter las cosas. En una de las ocasiones en las que me he agachado se me ha caído un pedo. Sí y digo caído porque eso es exactamente lo que ha pasado. Ha salido de la nada. Rotundo, denso, apestoso y, sobretodo, sonoro. He asomado el hocico desde la parte de atrás del coche para comprobar si la señora se había enterado de algo. La he encontrado mirándome con una mezcla de estupor y asco. Luego he mirado a ambos lados de la calle y me he dado cuenta que un grupo de paquistaníes que había sentados en un banco a pocos metros se morían de risa. Perfecto. Media calle acababa de oír el pedo. Como tenía que seguir cargando bolsas he respirado hondo, he levantado la cabeza con dignidad y, sin decir ni media palabra, he regresado al interior del mercado a por el resto de la compra. La tenía ya casi cargada cuando me he encontrado a doña Carmen justo detrás.
Meritxell haga el favor de llevar a su empleada al médico porque creo que ha comido en mal estado — ha dicho la buena señora con el claro objetivo de humillarme.
¿Qué es lo que ha pasado, Antonia? — ha preguntado mi jefa en un tono poco amistoso.
Que yo sepa nada — he respondido como si el tremendo cuesco jamás hubiera salido de mi culo.
¿Cómo que nada? ¡Menudo pedo te has tirado al lado de mi coche! — La clienta ha pegado tal berrido que creo que la han debido de escuchar hasta en Montserrat.
¿Qué dice? ¿Un pedo yo? A ver si ha escuchado usted otro ruido y ha pensado que he sido yo. — Pensaba defenderme hasta la muerte.
¡Sé perfectamente lo que he escuchado! Y… ¡Has sido tú!
Mi jefa ha empezado a mirarme con muy mala cara. En ese momento he pensado que lo más inteligente era coger las bolsas y huir. Cuando he llegado al coche he repetido la operación anterior y, otra ristra de pedos, han abandonado mi cuerpo. En honor a la verdad tengo que confesar que estos no se me han caído. Necesitaba que abandonaran mi cuerpo con urgencia porque me estaban dando unos retortijones de barriga de los finos… finos… Por suerte para mí han sido de los silenciosos. Pero olían a muerto igualmente.
Estaba a punto de terminar de cargar toda la compra cuando me he dado cuenta de que no cabía todo en el maletero del coche. He abierto una de las puertas traseras y he cargado el resto de las bolsas en el interior del coche. Y ha sido entonces cuando he sentido la llamada del mismísimo demonio en forma de retortijón tipo “me cago viva”. Estaba segura de que si intentaba moverme no me daría tiempo de irme a un lugar apartado para aliviar mi cuerpo. Tampoco podía quedarme en la posición en la que estaba. Por suerte, soy una mujer de recursos. Me he metido en el coche de Doña Carmen. Me he sentado en el asiento. He cerrado la puerta y he dado el mejor concierto de Año Nuevo de la historia. Lo que ha salido de mi cuerpo no era de este mundo. ¡Dichosas lentejas congeladas! Por suerte he terminado justo cuando doña Carmen regresaba acompañada por mi jefa con una cesta de regalo. A saber qué le habrá contado para que la Maritxell se estire de ese modo.  He salido toda digna del interior del vehículo y me he esperado a que la señora entrara en él. Luego la he mirado con una enorme sonrisa y, en cuanto he visto su cara de estar a punto de asfixiarse, he murmurado: “Feliz Navidad, cacatúa”.

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