miércoles, 28 de octubre de 2015

Llega "Bésame siempre"



Apenas faltan unos días para que lleguen a las librerías los ejemplares del último volumen de la trilogía "Bésame". Para que vayáis abriendo el apetito aquí os dejo el avance de los tres primeros capítulos.
http://tombooktu.com/?doc=1694

¡Que lo disfrutéis!

martes, 27 de octubre de 2015

Resacón en el ático

©La loca del coño
Esta mañana me ha llamado mi hermana Gloria hecha una furia. Esto no es que sea una novedad pero que esté levantada antes de las ocho de la mañana sí.  Tema de conversación: Nuestra madre. Tengo que confesar que hace varios días que no hablo con ella porque, de tanto entrar y salir de la cámara frigorífica de la carnicería llevo un resfriado del tamaño de una garrafa de vino.
¿No te ha contado "La Marquesa", apelativo que ella usa cuando está muy cabreada con nuestra progenitora, la última que ha hecho?
No. Pero creo que me vas a poner al día en un momento- he dicho mientras me sentaba en la mesa de la cocina dispuesta a beberme el primer café del día.
¡Es una vergüenza! Menuda organizó la señora durante el fin de semana!
¿En serio? Pero si yo la dejé la mar de tranquila tomando el té con las amigas y organizando las cosas para irse a la clase esa de Danza del Vientre a la que se han apuntado todas.
Ahora debe llamarse “tomar el té” — ha respondido Glori medio riéndose y medio mosqueada.
¡Ay hija eso es lo que me dijo! Que había quedado con las Tutankamon para declararle la guerra a la osteoporosis.
Pues han encontrado un remedio mucho mejor, desde luego. Porque resulta que el viernes por la tarde fui a casa de mamá a recoger unos pantalones que me estaba arreglando. Llamé al timbre varias veces y nadie me contestó. Ya sabes que cuando se le antoja no abre la puerta así es que cogí mis llaves, entré y… ¡No veas la que tenían liada allí!
¿Una orgía con vendas y sarcófagos?- he dicho sin poder disimular la risa
¡Peor! Todas las ancianas estaban en medio del salón solo vestidas con las bragas y el sujetador!
Dudo mucho que se lo estuvieran montando entre ellas. Ninguna puede levantar un músculo sin ayuda.
¡Por dios bendito Antonia no seas ordinaria! ¡Se trata de tu madre!
¡Coño y de la tuya! Aunque estoy segura que lo más probable fuera que se estuvieran enseñando los modelos de lencería que usan. Ya sabes que, de vez en cuando les da por hacer estas cosas.
Joder pues los modelitos debían de ser de una tienda de todo a un euro porque la imagen de todas era lamentable.
Bueno — he dicho yo tratando de ir al tema principal de la conversación — ¿Qué dijo mamá cuando te vio en casa!
¡Nada! Me recibió entre carcajadas y me dijo que me sentara con ellas. Cuando me acerqué a la mesa vi un montón de fichas de casino y a una enana fumándose una pipa mientras iba repartiendo cartas.
Pero si tu madre odia el juego. Además a la que la sacas del cinquillo y la brisca se pierde.
No si perdida estaba. Porque fue sentarme en la silla y empezó a llegarme un pestazo a alcohol que ni te cuento. Yo todo era mirar a un lado y a otro pero no había ni rastro de ninguna botella. Sólo se veía el plato de las pastas y una jarra de café vacía.- ha narrado mi hermana con esa perfección que siempre me ha apasionado en su forma de contar historias.
¿Alguna de ellas te explicó qué hacían medio desnudas?- he preguntado queriendo averiguar el lado morboso del asunto.
Sí en cuanto me senté. Una tipa muy seca me dijo que por cada farol que se marcaban y eran descubiertas por las demás se tenían que quitar una prenda.
Pero… ¿Y cómo sabían ellas que las demás iban de farol si las cartas no se enseñan al terminar la partida?- he dicho con absurda ingenuidad.
Pues porque estas mujeres además de estar colgadas son tontas. Y después de cada mano todas ponían las cartas sobre la mesa y me morían de la risa mientras que la más mentirosa se iba desnudando.
Tanta inocencia en el inserso me conmueve — me he limitado a responder. — De todos modos, tampoco es tan grave el asunto…
Es que todavía no te he contado lo peor.  No si es que aún no te he contado lo peor.
Coño, ¿hay más?
¡Ya te digo! Dejé a las abuelas enfrascadas en su partida de cartas y me fui al súper. Cuando estaba casi llegando a casa caí en la cuenta de que se me había olvidado recoger los pantalones de casa de mamá. Así es que volví. Pasé de llamar al timbre porque los cánticos se oían desde el portal- ha explicado mi señora hermana con dificultad porque se estaba muriendo ya de la risa.
¡No!
Sí. Iban, como mínimo, por la cuarta revisión de los Grandes Éxitos de Los Panchos.
Pero si nuestramadre NO canta- he respondido yo sin poder contener las carcajadas.
Cierto. Y no lo hacía. Ella dirigía al coro de momias en ropa interior que aullaba sobre el sofá del salón una versión muy particular de "Solamente una vez". Estaba a punto de hacer notar mi presencia porque, por supuesto, las señoras no se habían enterado de nada, cuando he visto que de debajo de la faldilla de la mesa salía una de las momias sujetando una botella de anís del mono en cada mano y haciendo ronda de chupitos entre las amigas "porque se les secaba la boca de tanto cantar" según aseguraba mientras les vertía un chorrito a cada una en la boca.
Esto ha sido ya la gota que ha colmado el vaso. Ni mi hermana podía seguir explicándome la historia porque lloraba de risa ni yo podía seguir su conversación porque hacía ya diez minutos que me meaba toa.
No es tan gracioso como parece porque luego la que tuvo que cargar con las borrachas fui yo.
Pues a mí no me hace gracia- ha sentenciado
Bueno un poco sí…
Ya te digo yo que no porque la que luego tuvo que cargar con las borrachas fui yo.
¿Cómo cargar con las borrachas?
Sobre las diez de la noche empezó a sonar el teléfono de casa. Algunos de los familiares de las Tutankamon que sabían dónde era la reunión llamaban preocupados porque sus ancianas madres NO habían regresado. Me los quité de encima diciendo que seguían sanas y salvas. Cuando colgué al último de los hijos angustiados me di cuenta de que las viejas llevaban una monumental cogorza y que no las podía llevar a casa en ese estado.
Me tendrías que haber llamado. Entre las dos las podríamos haber sacado al balcón al frío de la noche para espabilarlas
¡Antonia qué bruta eres!
En absoluto. El frío es un gran aliado. Si yo te contara cómo funcionan las cosas en la cámara frigorífica de la carnicería…
Mejor no. El caso es que opté devolverlas a la vida con el método de toda la vida: Litros y más litros de café.
¿Y funcionó?
¡Ya lo creo! No habían pasado ni diez minutos cuando mamá empezaba a parecer una persona normal. Y, en cuanto se dio cuenta de que sus amigas estaban vomitando y diciendo a gritos que estaban al borde de la muerte, se hizo cargo de ellas.
El hecho de imaginar a mi madre acarreando por el ático en el que vive a un grupo de ancianas achacosas y además borrachas ha podido conmigo. He empezado a reírme de nuevo mientras he oído cómo me decía mi hermana: "Pues espera que aún no te he contado cómo les pusimos el camisón"....

lunes, 26 de octubre de 2015

La cortina diabólica



©"La loca del coño"

A las cinco y cuarto ha sonado el despertador. Como ya es tradición, Pepe lo ha apagado de un manotazo, se ha desperezado y después de sus tiernos ruidos matinales ha salido de la cama. Es algo tremendamente romántico que te despierten a pedos a esas horas de la noche pero, la verdad, como a esas horas no tengo el coño para farolillos ni me he molestado en decirle nada.  Mientras oía sus ideas y venidas por el dormitorio armando más escándalo que Indina Jones buscando el arca perdida, me he dado cuenta de que me meaba toda. Sin embargo he optado por apretar las piernas, “arrebujarme” bajo el nórdico y seguir durmiendo un poco más. 
A las siete un tremendo dolor de estómago y de riñones me ha despertado. Sin duda alguna, se trataba del síntoma indiscutible  que me alertaba de que o bien iba al baño o podía explotar ahí mismo. Me he levantado de un salto y he esprintado hacia el aseo. Sin control alguno me he dejado caer de golpe sobre la taza del váter y por poco me hago una ortodoncia nueva con el canto del lavabo. Una vez satisfecha la necesidad urgente que me había llevado hasta allí, he intentado ponerme en pie. Pero, en el mismo instante en el que mi trasero se ha despegado del inodoro he escuchado una especie de "crackkkk" descomunal. Enseguida un dolor indescriptible se  ha apoderado de mis riñones. Sobresaltada por lo que acababa de suceder he tratado de recuperar la posición inicial. Es decir… sentada sobre la taza del váter. Pero ya con el primer intento, mi espalda me ha vuelto a avisar con un tremendo pinchazo de que por ahí no  iba nada bien.  "Bien, Antonia”, he pensado, "si no puedes ir hacia abajo tal vez puedas ponerte en pie".  Y para allá que me he ido toda decidida. Aún no había enderezado mi cuerpo ni dos centímetros cuando un dolor indescriptible me ha hecho desistir. 
De modo que ahí estaba yo que no podía ni subir ni bajar. Bueno, tal vez pudiera ir hacia adelante.  Con mucho cuidado he levantado el pie derecho y he avanzado tres pasos al ritmo de “Las muñecas de famosa” y con un grito espeluznante que ha salido de mi garganta capaz de hacer oír al mismísimo Beethoven. Entonces me he visto reflejada en el espejo del cuarto de baño y he pensado: “Antonia solo te falta decir aquello de al ataaaaquerrrr para ser idéntica a Chiquito de la Calzada”.  En ese mismo instante he sido del todo consciente de la cruda realidad: Si quería salir de allí tenía que pedir ayuda. Pero, ¿cómo? 
He echado un vistazo rápido por el cuarto de baño en busca de un sistema para poder andar que no me produjera demasiado dolor.  Así he tratado de alcanzar sin éxito una banqueta que tengo en un rincón. No me había movido ni diez centímetros cuando el dolor se ha hecho más intenso. Debido a la postura en la que me encontraba (encorvada como una bruja de cuento) tenía el campo de visión bastante limitado. Entre lamentos, maldiciones y alguna que otra lágrima mis ojos han ido a para a una estupenda cortina de ducha preciosa que me regaló mi madre hace unos años y que es la joya de la casa. He alargado un poco el brazo derecho y me he dado cuenta de que podía tocarla sin problemas. En ese preciso instante he visto la luz: Me apoyaría en la cortina, trataría de avanzar hasta la salida del cuarto de baño. Luego haría servir la puerta de madera como lanzadera para llevarme directamente sobre el teléfono del salón. Era un plan perfecto y digno del Coyote.  
Sin pensarlo dos veces he puesto la mano sobre la cortina y luego me he girado lentamente. Ha debido de pasar como media hora hasta que he logrado colocar la otra mano sobre la cortina. Pero iba bien… Ahí estaba yo, Antonia la carnicera del Poble Sec  reptando en modalidad caracol con una velocidad de crucero de treinta centímetros por hora. Estaba absolutamente fascinada con mi capacidad para resolver conflictos e incluso empezaba a sonreír cuando he escuchado una especie de  "clinck" justo sobre mi cabeza. A él le han seguido uno, dos, tres, cuatro… y hasta diez ruiditos más. Justo con el último sonido se ha producido la tragedia.  
Mientras reptaba por la cortina adornada con unos estupendos peces de colores no he caído en la cuenta de que solo estaba diseñada  para evitar que el agua de la ducha salpicara el suelo, no para aguantar el peso de una tía de un metro setenta y cinco de altura bastante entradita en carnes. Así es que al tiempo que yo avanzaba por la espectacular tela, la cortina se iba desenganchando de la barra hasta que al final incluso el fino cilindro de aluminio blanco que la sostenía ha terminado por despegarse de la pared. 
En el mismo instante en el que  he presentido que me iba a caer al suelo sin poder remediarlo he aplicado la máxima del motorista. Esa que dice que sii ves un agujero en la calzada  que siguas recto y que no trates de esquivarlo.  De modo que me he dejado llevar por la cortina y la fuerza de la gravedad. Apenas unas décimas de segundo después he dado con mi cuerpo serrano en el suelo. El dolor se ha hecho tan insoportable que me ha cortado la respiración. Cuando he recuperado el sentido me seguía doliendo hasta el último centímetro de mi piel pero estaba más elegante que nunca con todo mi cuerpo envuelto en una tela fina con cientos de peces de colores. 
Cuando he sido capaz de asimilar todo lo que acababa de suceder, mi instinto de supervivencia me ha llevado a pedir socorro. Diez minutos más tarde y totalmente afónica he caído en la cuenta de que, debido a la construcción de mi humilde morada, nadie iba a poder a oírme. Pero yo estaba dispuesta a morir hoy y menos aún hacerlo…. ¡En aquel cuarto de baño!. Tras meditar mucho mis opciones he escogido la que  he considerado menos dolorosa y más práctica.  A modo de soldado en maniobras de prácticas  he tratado de reptar por el suelo haciendo que fueran mis brazos y mis codos los que transportaran todo el peso de mi cuerpo. Eso ha dolido. Mucho. Pero la opción de permanecer rodeada por aquel gresite y esos peces de colores un minuto más estaba acabando conmigo.
Reptando cual babosa moribunda he logrado alcanzar mi objetivo (tres horas después)... el teléfono del salón.  He marcado el número de teléfono de Pepe para pedir auxilio. En cuanto lo ha descolgado lo primero que he oído ha sido una musiquita y una voz que decía: “Avance…. Premio. Clinc, clinc, clinc….” Antes de que todo a mi alrededor se volviera negro creo que le he amenazado con algo muy gordo y que ha funcionado porque, cuando he abierto los ojos, estaba tumbada en una cama de hospital con un gotero en el brazo. Pepe me miraba con ese gesto tan suyo desde que le dio el aire y que todavía no logro averiguar si es preocupación o que no puede mover más los músculos de la cara. Pero ha sido muy cariñoso. Me ha cogido de la mano y me ha susurrado: “Ya te dije que te dejaras de cosas pa gente rara y que pusiéramos una mampara de plástico en la ducha”. 



miércoles, 14 de octubre de 2015

Jacuzzi Mortal



Los que seguís mis andanzas por Facebook o Twitter sabéis de sobra que mi existencia es de todo menos tranquila. Por suerte, lo que os voy a explicar a continuación, sucedió hace  algunos años. A pesar de lo traumático de la situación también conseguí ver el lado positivo e incluso reírme.
Vivo en Barcelona en un edificio de más de doscientos años de antigüedad.  Uno de esos inmuebles en los que no puedes matar un mosquito sin llamar al SEPRONA non vaya a ser que el bicho en cuestión pertenezca a una especie extinguida hace tres siglos y que, por azares de la vida, lleve instalado en tu casa incluso antes de que se hiciera la obra. Cada vez que tenemos que hace algo tan simple como colgar un cuadro debemos pedir un permiso porque, bajo la pintura, se esconden unas maravillosas paredes de piedra que no se pueden dañar. Tampoco hay opciones para cambiar los techos de madrea, ni las baldosas hidráulicas del suelo aunque te pases el año llamando a los albañiles para que te las peguen de nuevo a menos que te gusten los pisos en plan tablero de Scrabble.
Cuatro años atrás mi vecina de arriba bajó a comunicarme que iba a instalar un jacuzzi en el baño. La miré con cara de espanto porque, unos meses atrás, había curioseado la composición del suelo en compañía del albañil y solo fui capaz de ver una especie de argamasa mezclada con cañizo.  Muy seria le dije que dudaba mucho que un edificio como el nuestro aguantara ese tipo de bañera y, menos aún, llena de agua. La buena mujer se fue de mi casa bastante cabreada y acusándome de tener envidia de lo bien que le iban las cosas cuando yo me tenía que conformar con estar en el paro.
Durante un tiempo el tema quedó zanjado hasta que un día la vecina molesta apareció en una junta de vecinos con un documento expedido por no sé cuántos técnicos y peritos en el que se daba vía libre a la instalación del jacuzzi. Todos los allí presentes alabaron las influencias que debía tener la moza para conseguir aquel papel. Todos menos yo quien, debido a mi cinismo y realismo habitual, sospeché que había logrado su objetivo a base de hacerse un Estela Reynolds en los despachos. Pocos días después empezaron las obras y se instaló el dichoso jacuzzi. Cada vez que yo entraba en el váter era como hacerlo en una discoteca en plena Nochevieja. Protesté, le pusieron no sé qué aislamiento a la bañerita de marras y, aunque amortiguó el sonido, nunca dejé de escucharlo.
Una madrugada, tal y como yo había predicho en varias ocasiones, la vecina de arriba se dejó el grifo del jacuzzi abierto y mi casa pasó de ser un piso en Montjuic a una cabaña flotante sobre el Índico. Había tanta agua por todas partes que, mientras me espabilaba, se me pasó por la cabeza que un tsunami hubiera arrasado Barcelona. En cuanto estuve del todo despierta caí en la cuenta de que las cataratas de Iguazú estaban provocadas por mi estupenda vecina del piso de arriba. Subí a avisarla. Su casa era como un atolón en el Pacífico. Solo se veía una escalera metálica enorme y arriba del todo a mi vecina histérica perdida.  Por suerte, vinieron los bomberos, los del seguro, la policía y creo que hasta el cura de la parroquia del barrio. Nadie quiso perderse el espectáculo.
Pasé semanas poniendo en orden mi casa y evaluando los daños ocasionados por el agua. Por fin había conseguido quedar con los pintores del seguro para eliminar las manchas de humedad que cubrían la totalidad del techo de mi casa. Era viernes por la mañana y todavía faltaban un par de horas para que llegaran a arreglar los desperfectos. Hacía calor de modo que decidí bajar al bar a tomar un café y, de paso, terminar de completar la lista de estropicios que debía abonar mi compañía de seguros.  Al cabo de un rato regresé a mi dulce hogar. Nada más abrir la puerta me recibió una nube de polvo en plan 11-S y un estruendo del tipo: “No sé qué puñetas está pasando pero voy a tirarme al suelo y a cubrirme la cabeza para que, por lo menos, reconozcan mi cadáver, cuando el fin del mundo este caiga sobre mí”.
Cuando la polvareda remitió y el sonido desapareció me puse en pie. Me temblaba todo el cuerpo pero, aun así, conseguí caminar. Poco a poco entré en el piso. Comencé a ver trozos de ladrillo sobre la mesa mi despacho, en el suelo. No había luz y todo estaba oscuro. Seguí caminando con lentitud y a al mirar hacia la izquierda creo que grité como  la protagonista de una película de terror.  Mi cuarto de baño se había convertido en la casa de Pin y Pon pero sin techo.  Éste se había desplomado literalmente sobre mi lavadora de última generación, la secadora, el mueble de la plancha, el armario de la ropa de invierno, los productos de limpieza, el lavabo y, por supuesto, el váter. Como pude miré hacia arriba y me parece recordar que volví a gritar. Podía ver con claridad el cuarto de baño de mi vecina de arriba incluido el jacuzzi que, en aquel momento, tenía la misma estabilidad que un grupo de senadores corriendo sobre unos Louboutin.
Salí de allí todo lo rápido que pude. De nuevo vinieron los bomberos, la policía, el seguro, técnicos del ayuntamiento y creo que hasta el CSI. Entre todos apuntalaron el dichoso jacuzzi para que no terminara de caer y matara a alguien. Luego hicieron cientos de fotos de la escena y, por fin, un grupo de obreros comenzó a retirar escombros. Cuando hubo algo más de espacio y de luz comprobé con espanto que mi lavadora no era más grande que una caja de cereales, que mi armario de temporada había quedado reducido a polvo y la ropa de su interior no servía ni para hacer trapos. No sabía si reír o llorar. Al final opté por lo segundo. Sobre todo al pensar que mi madre iba en un tren camino de Barcelona para pasar unos días conmigo y que llegaría en unas pocas horas.
Me senté en la silla de mi despacho que parecía sacada del rodaje de “Perdita Durango”, me senté y empecé a llorar desconsolada. Uno de los albañiles que estaba haciéndose cargo de los escombros me trajo una tila. Supongo que la prepararía en la cocina de casa pero ni me acuerdo. Cuando conseguí tranquilizarme el hombre se sentó frente a mí y empezó a hablar.
Señora lo peor ya ha pasado. Además piense en la suerte que ha tenido que esto no la ha pillado debajo.
Si— respondí mientras moqueaba— pero mire qué desastre y cómo está todo. Después de las semanas que llevo limpiando para tener la casa en orden. Además en un rato…. ¡Llega mi madre!
Rompí a llorar de nuevo. Como el hombre fue capaz de consolarme sacó su móvil del bolsillo. Como una hora después tenía a tres señoras en mi casa moviéndolo todo y quitando hasta la última mota de polvo que llenaba el piso. Luego supe que era su mujer y sus dos hijas, trabajadoras del hogar que habían venido en su día libre a echar una mano. Cuando mi progenitora entró por la puerta mi casa había dejado de ser Chernobyl. Tampoco es que brillara como los chorros del oro pero, por lo menos, podíamos respirar sin miedo a desarrollar una enfermedad pulmonar.
Estuvieron casi dos semanas sacando escombros y muebles de mi casa. Meses reparándolo todo. Por suerte, el seguro se hizo cargo de los destrozos e incluso me abonó el contenido íntegro del interior de mi armario. Cuando me pidieron las facturas de las prendas para poder reembolsarme el dinero entré en shock. Primero porque no las guardo y segundo porque no quería ni sumar todo lo que había allí dentro. Por suerte admitieron los extractos de la tarjeta de crédito como prueba de compra. Todavía recuerdo a la empleada de la aseguradora llamándome por teléfono para preguntarme si tenía el bolso que aparecía en la lista de desperfectos.
Han pasado cuatro años. Mi casa vuelve a estar en orden. Bueno… cuando estoy en plena escritura de una novela hay alguna que otra pelusa gigante asentada debajo del sofá. El cuarto de baño se tuvo que renovar entero y la señora de arriba se ducha como todo el mundo. Eso sí… Mis bolsos y mis zapatos ya no están en un único armario. No vaya a ser que a alguien le dé por reformar la cocina o cambiar una pared de sitio y me vuelva a quedar “desnuda”.

miércoles, 7 de octubre de 2015

¿Para estar bella hay que sufrir así?




Las mujeres del siglo XXI vivimos peor que las del XX. Seguro que ahora mismo más de uno se está echando las manos a la cabeza ante tal afirmación. Ahora mismo os voy a argumentar los motivos que me llevan a pensar así.  Desde tiempos inmemoriales, las mujeres de mi familia siempre han sido muy presumidas. Por suerte para ellas vivían en un entorno acomodado y tuvieron acceso a los primeros productos de belleza importados de otros países. Aún recuerdo cómo mi abuela narraba emocionada sus encuentros con Coco Chanel en París y la fascinación que sentía tanto por sus sombreros como por sus perfumes. 
Mi madre, emigrante durante casi una década a ciudades como Ginebra y Londres, también tuvo la oportunidad de acceder al que ella todavía considera el producto estrella de la cosmética universal: La crema Nivea. La del envase metálico de color azul. Todavía hoy la sigue usando para todo. Para ella, en cuestión de piel no hay arruga, mancha o desaguisado en general que no pueda solucionarse con el producto en cuestión. Su eficacia está garantizada porque si vierais la piel que tiene mi progenitora con más de ochenta años alucinaríais. 

En cuestión de cosmética para el cabello en mi casa siempre se ha hablado de la pastilla de jabón Lagarto y un buen chorro de vinagre para el aclarado. Yo ya fui de la generación del champú pero el vinagre me lo echaban a litros por el pelo cuando era pequeña. Decían que daba brillo a la melena y alejaba a los insectos. Tengo que admitir que ambas propiedades fueron ciertas. Mi pelo era estupendo y nunca tuve bicho alguno  aunque mis amigos del cole tuvieran piojos del tamaño de un cenicero de bingo. 
A lo largo de mi vida adolescente/ joven me fue bien en el uso de cosméticos porque había una crema más o menos para todo y un champú. Listo. Pero… ¡oh amigos! Llegó el siglo XXI y todo se convirtió en un auténtico caos. Crema de día, de noche, hidratante, nutritiva, serum, contorno de ojos, rellenador de arrugas, colágeno, ácido hialurónico, aceites. ¡Dios bendito! Ahora en vez del neceser de toda la vida necesito uno de esos muebles de Ikea con mil baldas y todavía me falta espacio. En lo que respecta al cuidado del cabello tres cuartos de lo mismo. Liso, rizado, reparador, anti edad, anti caída, mascarilla, acondicionador, ampollas. ¡Otro mueble de Ikea, vamos!
De haber querido podría haber seguido el ejemplo de mis ancestros. Seguir fiel a lo que me ha funcionado toda la vida y listo. Pero resulta que, a pesar de saber cómo funciona el apasionante mundo de la publicidad, en ocasiones también soy víctima del marketing. Y precisamente por eso hoy he empezado el día calentita ya. 


Para quienes no me conozcáis bien deciros que tengo el pelo rizado aunque todavía no sabemos bien por qué. Nací con el pelo más liso que una asiática y así lo tuve hasta los treinta años.  Un día que dio un siroco, me afeité la cabeza a lo Teniente O’Neill y desde entonces tengo más bucles en el pelo que Bisbal. Misterios de la naturaleza.  Como odio los rizos (los míos, conste) utilizo productos para alisarme el cabello. Pero, de vez en cuando, me da por dejarme mi pelo de oveja natural. Así es que en casa tengo champú para ambos casos. 
Como esta mañana tenía una reunión a primera hora he pensado acudir toda mona con mi melena lisa. Al salir de la ducha me he secado el pelo con la toalla y al coger el secador me he dado cuenta que tenía el pelo… raro. He empezado a alisarlo con el cepillo. Cuál ha sido mi sorpresa al comprobar que, en vez de alisarse, mi pelo se hinchaba en plan globo y se me ponía de punta como si estuviera poniendo la lengua en uno de esas bolas que generan electricidad estática. 
He abierto el cajón del mueble y me he puesto una crema que me recomendó el peluquero para los días en los que tuviera el pelo especialmente rebelde. Me lo he aplicado y he seguido con el secador. Pero mi melena ha seguido hinchándose como uno de esos algodones de azúcar que venden en las ferias. Después de media hora de esfuerzo aquello no había quien lo domara. Así es que me he peinado con un moño estupendo y me he ido a la reunión. 
Al regresar a casa y entrar en el cuarto de baño se me han puesto los pelos como escarpias al comprobar que el champú rizos perfectos descansaba junto a la mascarilla liso keratina. Entonces lo he entendido todo. De modo que he bajado al súper a por jabón lagarto y una botella de vinagre. ¡Volvamos a lo que siempre ha funcionado!

martes, 6 de octubre de 2015

Frescor Salvaje


Los más jóvenes es posible que no hayáis oído nunca hablar de esto pero, a principios de la década de los ochenta, hubo un anuncio en televisión que animó bastante al personal. En él una señorita con un cuerpo de escándalo corría por la orilla de una playa paradisiaca completamente extasiada. Así fue como la gente de marketing nos dio a conocer en su día la marca de desodorante FA, el frescor salvaje del Caribe. 
Mi madre, aunque nació en 1932, siempre ha sido una mujer muy avanzada para su tiempo. Así es que, en cuanto vio aquel spot, ni corta ni perezosa corrió a la droguería de confianza porque quería experimentar la misma sensación de la muchacha del anuncio. Desde aquel momento en mi casa no entró otra cosa y yo crecí siempre envuelta en aromas frescos, cítricos y, por supuesto, salvajes. En mi vida adulta he seguido sus mismas pautas. En parte por ser lo conocido y también porque, en lo que aromas se refiere, me parezco bastante a ella. Así es que siempre que tengo que escoger algo para aplicar sobre el cuerpo prefiero lo ácido y fresco a lo dulzón. 
El caso es que llevaba tiempo queriendo probar las famosas toallitas esas de higiene íntima que tanto anuncian en televisión y que, en mi opinión, tienen un nombre poco comercial. Deberían de haberlas llamado Chichi directamente en vez de Chilly.  Pero supongo que a la multinacional en cuestión que las ideó la primera opción debió de parecerle poco apropiada. El otro día fui al súper con tiempo (algo rarísimo) y me dediqué a pasear por los lineales con calma para echar un vistazo a todo. Cuál fue mi sorpresa al encontrar las toallitas en cuestión perfectamente apiladas y con un envase muy atractivo. Me acerqué a mirarlas con detenimiento y comprobé que hay dos tipos. Unas con fórmula suave (es decir, dulce) y otra con fórmula fresca (o sea… la mía). Sin pensarlo dos veces me llevé la segunda en formato mini para el bolso y ahí han estado hasta esta mañana. 
Como últimamente no tengo tiempo ni para mirarme al espejo (prueba de ello es que el otro día salí maquillada con purpurina a las siete de la mañana) hoy no iba a ser diferente. He llegado al bar para desayunar tan acalorada que parecía recién salida de una sauna. De modo que he ido directamente al lavabo a refrescarme un poco. He entrado en el baño y, al abrir el bolso para coger un cleenex he visto las toallitas íntimas. En ese momento he pensado: “Pues mira ya que estoy pues me lo refresco todo”. Y p’allá que me he ido. 
Tengo que confesar que el producto funciona bien. Quizás hasta demasiado. Porque hace casi tres horas de eso y todavía tengo el frescor salvaje del Caribe justo ahí. ¡Cuánto marcan las cosas de la infancia, oiga!




lunes, 5 de octubre de 2015

Una casa en Pedralbes





Hace un rato iba andando por el Paseo de la Bonanova y contemplaba los palacetes que había a un lado y a otro. Me he preguntado quiénes serían las personas que viven en ellos, cómo serían sus vidas, a qué problemas se tienen que enfrentar en su día a día, qué les motiva, qué les apasiona. Lo que odian, lo que adoran… Al principio solo me han venido a la mente banalidades tipo: “No sé qué bolso de Vuitton ponerme hoy”, “Cómo amargarle la existencia a mi asistenta filipina” o “qué laca de uñas combina mejor con mi lencería de La Perla”. Luego he ido entrando en materia hasta llegar a la conclusión de que, lo más seguro, sus preocupaciones sean las mismas que las mías solo que a otro nivel. Lo que para mí son 500 euros para ellos deben ser 5000. Sus hijos seguro que no necesitan ayuda escolar pero probablemente sus padres donen dinero a alguna de las muchas entidades que luego patrocinan programas escolares, etc…  Y sí, también me ha dado por dejar salir mi lado más escéptico y salvaje al pensar en la de desalmados de la banca o del mundo empresarial en general que habitarán esas humildes moradas.

Mientras caminaba absorta en mis pensamientos no he podido evitar echar la vista atrás. Algo que hago en muy pocas ocasiones por aquello de que el pasado ya no tiene solución. Sin embargo hoy no he podido evitar caer en la nostalgia y en el absurdo juego del “¿Y si…?”. Como ya era de prever no he llegado a ninguna parte pero se ha producido algo curioso. Todo lo que me rodeaba lo he visto absolutamente posible. Solo es cuestión de proponérselo, de dar el primer paso para pasar al siguiente nivel. Seguro que algunos estáis pensando que tengo el síndrome de la clase media,  esa dolencia que lleva a pensar a las personas que si trabajan duro podrán ganar más dinero para mejorar tanto su vida como la de aquellos que la rodean. Pues no. Puedo asegurar que no soy víctima de ningún tipo de síndrome. Sino más bien de una certeza. No sé si conseguiré una casa en Pedralbes. A lo mejor si algún día puedo permitírmela a lo mejor no la quiero y me da por regresar a mi casa en Benidorm. Ni idea. Pero el simple hecho de ver la posibilidad como algo real ha provocado que esté viendo las cosas de otra manera y eso…. Siempre es un excelente comienzo. 

domingo, 4 de octubre de 2015

La loca del coño

Hace unos días mientras corregía un manuscrito me vino a la cabeza una idea atrevida y un poco gamberra. Para quienes todavía no lo sepáis, suelo escribir con el gestor de redes sociales abierto y, en cuanto se me ocurre algo, lo comento con todos vosotros. Se me acababa de cruzar por la mente un título para una novela: La loca del coño
¿Por qué un nombre como ese? Probablemente porque llevo bastante tiempo muy formal y, sobretodo, hace muchos meses que trabajo más horas de las que cualquier persona en su sano juicio debería. Si a eso le unimos mi carácter extrovertido y la presión que llevo tenemos como resultado que mi mente genere ideas como esta.
Fue entonces cuando pensé: “Por qué no escribes una novelita corta que se titule así”. Y tal cual lo compartí con vosotros en Twitter y Facebook. Enseguida, vosotros que afortunadamente estáis igual de estupendos de la azotea que yo, me animasteis a desarrollar un poco más la idea.
En este momento en el que llevo cuatro proyectos literarios al mismo tiempo desearía que los días tuvieran setenta y dos horas en vez de veinticuatro. Pero, tal fue la acogida de la novelita en cuestión y lo que me apetece desconectar aunque sea media hora al día de lo que hago habitualmente que, sin apenas darme cuenta, empecé a teclear la sinopsis de la historia sin pensar en nada más.  Y este fue el resultado:

Antonia Conesa Cara tiene 40 años y es carnicera. Lleva casada desde los 20 con Pepe, alias "el levantito". Lo llaman así porque, desde que se quedó en paro, se pasa la vida en el bar. Hace cosa de un año "le dio un aire" y se le quedó la boca un poco torcida. Tienen un hijo, Manu, que estudia segundo de bachiller pero que también se dedica a trapichear con drogas. 
Una mañana Antonia se levanta con un terrible dolor de cabeza y va al botiquín a por un ibuprofeno. Desconoce que es allí donde su hijo guarda la mercancía. Cuando llega al trabajo empieza a encontrarse mal pero muy bien al mismo tiempo. Durante el tiempo que le dura el cuelgue de la pirula que se ha tomado se verá a sí misma en otra vida, en otro mundo. Cuando se recupere querrá tener todo aquello que ha vivido de forma tan intensa durante las últimas horas.

De nuevo os hice partícipes de la idea y vuestra respuesta ha sido tan espectacular que hasta tenemos propuestas de portada.

By Jean Larser


By Virginia Pérez de la Puente

“La loca del coño” no tiene editorial. Tampoco se la he ofrecido a ninguna. Pero, ahora mismo,  lo que menos me preocupa. Lo que si tengo claro es que quiero sacar adelante una idea divertida, un poco gamberra y con la que pueda dar rienda suelta a todo lo que se me pase por la cabeza. Lo único en lo que pienso en cómo irle complicando la vida cada vez más a Antonia, la carnicera del Poble Sec.

¡Os iré informando!