Corría el año 1992 cuando la Reina Isabel II de Inglaterra calificaba así los últimos doce meses de su vida. Algunos miembros de su familia más directa se habían divorciado y a ello había que sumarle los quebraderos de cabeza que le estaba ocasionado Diana de Gales, a la que nunca quiso entender. La reina pronunció estas palabras en un banquete que se organizó en honor con motivo de sus cuarenta años en el trono. Recuerdo que estaba más pálida de lo normal y que, de no haber sido porque es una mujer educada para mantener las formas, aunque se esté muriendo por dentro, se habría roto delante de todo el mundo. En aquel momento yo aún no había cumplido los veinte. Lo primero que pensé cuando vi su imagen en la televisión era cómo alguien que lo tenía todo podía calificar nada de “año terrible”. En todas las familias se cuecen habas y la suya no iba a ser diferente. Ahora, muchos años después, sonrió con tristeza al recordar lo que equivocada que estaba.
2016 ha sido mi particular “Annus Horribilis”. Podría enumerar todas las desgracias que no me han sucedido. Sería fácil acogerme a la tan manida frase de “podría ser peor”. ¡Por supuesto! Todo puede ser más cruel y espantoso de lo que podamos imaginar, pero también puede ser mucho mejor y maravilloso. Siempre he sido más de fijar mis objetivos hacia arriba en vez de hacia abajo. También podría optar por explicar una por una todas las cosas malas que sí me han pasado. En más de una ocasión he sentido la tentación de hacerlo. Pero cada vez que me he sentado delante del ordenador para narrarlas, me ha asaltado la misma pregunta: ¿Para qué? ¿Va a cambiar algo?
Nunca suelo hacer balance de los años que terminan. No me gusta mirar hacia atrás. La vida me ha enseñado que el pasado no se puede cambiar, que el futuro está por venir y que lo único que nos queda es el momento. “Carpe diem” decía Robin Williams en “El club de los poetas muertos”. ¡Qué poético y qué cierto a la vez! Hoy no va a ser la primera vez que empiece a repasar estos últimos doces meses. Solo voy a enumera algunas de las emociones, a compartir algunos de los pensamientos que me rondan en una madrugada en el que medio mundo se prepara para celebrar la Navidad.
Hay personas que te hacen daño, que te rompen hasta el punto en el que despiertas una mañana y ni siquiera sabes quién eres. Seres que se acercan a esa luz que desprendes hasta que consiguen apagarla del todo. Gente a quienes, una vez se les ha pasado la fascinación por tu forma de ser, intentan cambiarte a toda costa, con cualquier argumento. Todo vale para que al final del camino sientas que tú tienes la culpa de todo y que te mereces la forma en la que te están tratando. Hay seres a quien un día escogiste querer sin saber cómo y cuánto te estabas equivocando. Pero tú eres así. Muy de darlo todo, de luchar y de quedarte hasta el final. Da igual que ese final te destroce, porque piensas que tienes la conciencia tranquila por aquello de que “al menos lo intenté”.
Todos nos hemos encontrado alguna vez con esta clase de humanos. Algunos tienen la inteligencia de saberlos detectar a tiempo y alejarse de ellos. Otros, sin embargo, parece que se sientan atraídos hacia ellos como si de una especie de droga se tratara. Es como si cada vez que te propusieras alejarte del chocolate porque te mata, llenaras con él la cesta de la compra cada vez que vas al súper. Esa clase de comportamiento que sabes que no te conviene para nada, pero que eres incapaz de detener sabiendo que cada minuto que lo mantienes estás muriendo un poco más.
Durante los últimos 365 días he deseado casi con la misma intensidad huir y encerrarme. ¿Contradicción? No. Puedes perfectamente liarte la manta a la cabeza, viajar a cualquier parte del mundo mientras que vas construyendo una coraza en tu interior. Un muro enorme que impida que nadie más vuelva a acariciarte el interior. Han sido días en los que he pensado que todo había terminado y que era más fácil asumir que ciertas cosas de la vida no son para mí. Se puede seguir adelante mientras te tengas a ti mismo. Pero precisamente ese ha sido uno de los principales problemas. Dicen que para encontrarse primero hay que perderse. A poder ser, mucho. En 2016 me he perdido tanto que la mañana en la que fui a buscarme solo encontré escombros y basura.
Alguien optimista estará pensando que aquello era lo mejor que podía encontrar. Porque, ¿qué se hace con los escombros y la basura? Recogerla y tirarla para volver a construir. Pero, ¿cómo edificas algo cuando ya no crees? ¿Cuál es el secreto para salir cada mañana de la cama por una razón que tenga que ver exclusivamente contigo y no con el mundo que te rodea? No lo hay. Al menos, yo no lo he encontrado. Hay ocasiones en los que la realidad se burla de nosotros y la única respuesta que nos ofrece para las grandes preguntas que le formulamos es un simple “porque sí”. Y no te queda más remedio que apretar los dientes, seguir respirando y tratar de que todo a tu alrededor sea lo más normal posible. No es que te apetezca, ni que estés encantada. Ni siquiera se trata de que seas fuerte. Es que eres de esas personas que piensan que la gente que te rodea no tiene la culpa de tus mierdas.
Y van pasando los días, las semanas, los meses. Pero, lejos de estar mejor y mirando hacia adelante con optimismo, tienes la sensación de que cada vez hay más escombros en vez de más limpieza. Has llegado a un punto en el que hasta la rutina más simple te cuesta la misma vida. Sigues peleando. Eso en mi caso se traduce en seguir sentándome cada mañana frente al ordenador para intentar escribir una, trescientas, cuatro mil palabras o ninguna. Lloras, moqueas, pataleas y te cagas en la vida. Al principio cada minuto, después cada diez y, con suerte solo cada hora. Hay momentos en los que crees que es mejor salir de la cueva porque nadie se merece sufrir. Otros en los que te convences de que la cueva es el mejor refugio que puedes tener.
En medio de esta montaña rusa de emociones ha llegado diciembre y sigo sin querer echar la vista atrás. Sé que he perdido mucho en el camino, pero también he aprendido. El precio ha sido muy alto. Demasiado sufrimiento… one more time. Una parte de mí no quiere confiar ni relacionarse con las emociones ajenas. Pero sé que si sucumbo a ella será la muerte. Seguiré respirando, pero pasaré por la vida de puntillas. Y no es así como lo imaginé.
Hace unos pocos días alguien muy cercano me dijo: “Solo tienes que creer”. A lo mejor es una gilipollez más. O tal vez tenga razón. Tampoco quiero analizarlo demasiado porque creo que es una de esas decisiones de blanco o negro, todo o nada. Se cree o no se cree. En lo que sea: La Navidad, el Black Friday, la HBO o en que hay vida inteligente en Internet... Cada uno encuentra sus motivaciones para hacerlo. Yo he sido de encontrar las mías. Solo son dos. Las necesarias para pensar que 2017 será ESE año que me merezco, que nos merecemos, que os merecéis.
Amén a esas últimas palabras.
ResponderEliminarPues coge esas dos motivaciones que te hacen creer porque, mi querida amiga... ¡¡¡Sí, este va a ser tu año!!!
ResponderEliminarAgárrate a esas dos palabras y veras que si que este es tu año! Toca olvidar estos últimos tiempos y acoger con esperanza los nuevos que llegan!!
ResponderEliminarSolo decirte que me has emocionado y que tu, fuera de ese escombro y suciedad acabarás resurgiendo cual ave fénix. Eres fuerte, toda una mujer de armas tomar y por eso se que este próximo año será el tuyo y a quien no le guste que mire a otro lado. A por todas!!!!
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