viernes, 19 de diciembre de 2014

3 de octubre de 1978





Acabo de recibir la noticia de que ha fallecido el padre de uno de los mejores amigos del cole de mi hijo. La noticia me ha dejado helada como suele hacerlo la muerte cuando llega así sin avisar. Mientras me debatía entre el estupor, la pena y el desconcierto que suelen generar este tipo de noticias enseguida me ha venido a la cabeza su hijo. Un niño de 9 años para el que ahora mismo no existirá ninguna explicación que le sirva.

Al instante de tener constancia de esta muerte,  mi cerebro ha activado el cajón de los recuerdos y me ha llevado al 3 de octubre de 1978. Estaba en el patio del colegio. Tenía cinco años. Uno de mis mejores amigos vino a la zona del jardín en el que yo estaba jugando y me dijo: "¿Sabes que tu papá se ha muerto?".  A lo que yo respondí: "Eso es mentira. Mi papá se ha ido esta mañana en una ambulancia pero me ha prometido que volvería". Aquel amigo, que hoy casi cuarenta años después continúa siéndolo, intentó abrazarme y hacerme entender lo que sucedía. Él lo había oído en casa y, desde luego, para un niño de su edad la palabra de una madre iba tan a misa como para mí la de mi padre.

Recuerdo que estuvimos enzarzados un buen rato hasta que otro de mis mejores amigos corrió a mi lado con la misma historia. Yo no hacía más tratar de defenderme de aquella mentira y rebatía todos sus argumentos. No sé cuánto rato estuvimos así. A esa edad es imposible calcular si han pasado horas o tan solo unos minutos. Lo que sí recuerdo es ir al comedor del colegio, sentarme en la mesa como cada día y ver entrar a la Hermana Ana. Caminaba directa hacia dónde yo estaba. Se detuvo justo delante de mí, me dio la mano y me miró a los ojos. Salí del comedor llorando, teniendo ya la absoluta certeza que lo que me habían dicho mis amigos era cierto. Ellos, a su modo habían intentado ser los primeros en abrazarme y de protegerme de ese modo tan especial que tienen los más pequeños cuando tienen que enfrentarse al dolor.

Ni si quiera las explicaciones que mi madre me dio durante semanas sobre lo que había sucedido me sirvieron para entender nada de toda aquella locura.No sé cuánto tiempo estuve esperando a que la ambulancia que se había llevado a mi padre apareciera al doblar la esquina de mi casa. Pasaba horas tumbada en el suelo de la terraza mirando cada coche que entraba. Un día, no sé cuánto tiempo después, comprendí que él jamás volvería. Una mañana al llegar al colegio fui directa hacia mis amigos y los abracé como si mi nuestras vidas dependiera de ello. Me miraron. Los miré. Todos comprendimos y seguimos adelante.

Sé que hoy no habrá consuelo para ese niño. Probablemente pase meses sin entender nada. Lo único deseo es que, al menos, tenga unos amigos que lo miren a los ojos, le hagan sentir que no está solo y que le ayuden a recordar con alegría cada momento que ha pasado junto a él.

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