Una de las obsesiones de mi criatura es el pelo. El suyo no,
de ese me encargo yo. El mío. Desde que nació me ha visto con tantos estilos de
pelo que lleva varios años obsesionado con mi melena y su color castaño claro
natural. Más por agotamiento que por convicción le hago cierto caso. Así es que
nada de cortes radicales ni de tonos extraños en la cabeza hasta que me dé un
trueno de los míos, claro. A mi cuarto
de baño han regresado, después de años de ausencia, los secadores, los cepillos
y hasta una plancha. Y he aquí el MAL.
Siempre he tenido trabajos en los que tiempo ha sido oro, en
los que cada minuto contaba y en los que daba igual si llevabas una sartén
enganchada en la espalda mientras contaras bien una noticia. De modo que el
tema imagen para ir a currar me ha dado bastante igual. Y qué decir del pelo…
Si lo llevaba largo, coleta y listo. Si era corto pues mojado tal cual después
de la ducha y arreando. Pero claro… Una va cumpliendo años y si ahora se me
ocurriera salir con esa pinta igual me acababa deteniendo la Guardia Urbana.
Así es que, de un tiempo a esta parte, uso esa cosa llamada plancha.
Mi relación con el aparatito en cuestión es breve. Solemos quedar
los viernes, que es la noche de cañas y desmadre. Nos vemos durante cinco
minutos y ya nos despedimos hasta la semana siguiente. El engendro del mal que
manejo tiene un medidor de temperatura que se supone que es el ideal para tu
tipo de pelo. A 170 grados suelo cocer mi melena. Y como ya lo sé, cada vez que
enchufo el trasto ya ni siquiera me fijo. He ahí mi error.
Esta mañana tenía que estar mona para impresionar a un tipo
(de los que controlan el negocio que me interesa, que ya no estoy pa ningún
otro trote). Me he levantado temprano, ducha, pelo, maquillaje y melena.
Mientras me vestía he dejado la plancha enchufada para que se fuera cargando.
Así luego solo tendría que pasármela por el pelo y listo. Hasta ahí todo
perfecto. Cuando estaba ya ideal de la muerte, me he puesto delante del espejo,
he cogido un mechón y… ¡zasca planchazo! Todo iba como siempre hasta que ha
empezado a salir humo. Yo, en mi infinita inocencia, he pensado que a lo mejor
no me había secado bien alguna punta y que por eso humeaba el asunto. Pocos
segundos después ha empezado a oler a pollo quemado.
—Mamaaaaa, se te está quemando el desayuno —Mi hijo con su
voz angelical pegando voces desde el salón antes de las ocho de la mañana.
—Pero qué desayuno ni qué porras si estás comiendo cereales?
—Pues se está quemando algo —ha dicho como si estuviera
hablando con su hermana pequeña.
He respirado hondo tratando de ignorar el tonito, he vuelto
a coger el alisador y venga otro mechón. Ohh y ese momento ha sido sublime. El
olor a pollo quemado se ha convertido en pollo muerto.
—Te sale humo de la cabeza, mamá —ha dicho la criatura con
un tono mezcla de sorpresa y descojone.
—Dime algo que no vea, xiquet. —Lo sé. Soy un encanto cuando
aún no he tomado café.
—A ver si se ha estropeado eso…
—No creo. Es nueva. Bueno… solo tiene un año.
Entonces ha sido cuando he visto sus ojos y su mueca a
través del espejo.
—¿Qué has hecho? —le he dicho con ese tono mío de no te va a
pasar nada pero te vas a cagar.
—Nada… —Y se ha puesto tan rojo al pronunciar esa palabra
que él solo se ha delatado.
—¿Seguro?
—Bueno…
—Adri…
—Es que quería ver cómo se me quedaba el flequillo —ha dicho
casi en un susurro.
—Ya. ¿Y tú no sabes que este trasto en cuanto cambia de pelo
varía la temperatura?
—Eh… ¿A cuánto está ahora?
—220 —he respondido al tiempo que sentía cómo se me
aceleraba el pulso y echando rápidas miradas a mis puntas.
—¡Joder cómo mola! ¡Sí que aguanto calor! ¡Bueno que llego
tarde al cole, te quiero!
El enano ha huido de casa más rápido que un medallista olímpico
de los cien metros lisos. Aquí me he quedado yo evaluando los daños y tratando
de poner la melena en su sitio.