Se llamaba Montse pero todos la conocíamos como “la iaia”. Noventa
y un años. Muy alta a pesar de la edad. Pelo tan blanco como las nubes en un
cielo de primavera. Cada día desayunaba un café con leche, una copa de anís y
se fumaba al menos cuatro cigarrillos mientras estaba sentada en la terraza
viendo cómo pasaba la gente por la calle. Siempre una sonrisa o un comentario
audaz, irónico, inteligente.
Vivía sola. Según ella misma decía «mis hijos solo quieren
trincar». Tenía esa necesidad de todos los seres humanos de conversar, de
interactuar con el mundo al menos un par de horas al día mientras pasaba el
resto del tiempo en soledad. Buscaba alguien que escuchara su historia que,
curiosamente, no iba ni de enfermedades ni de reproches a la vida. Su historia
era intensa, apasionada y cargada de anécdotas que, de no compartirlas, habrían
desaparecido con ella.
Por suerte durante más de tres años ha estado explicando
recuerdos de un barrio al que yo llegué por casualidad. Historias de una
Barcelona que me han dejado fascinada. Pasiones muy lejanas en el tiempo que
ella no dejó de vivir a pesar de la «España puritana y llena de cuervos con
rosario» en la que pasó sus mejores años.
Hoy me alegro de haberla escuchado durante días, semanas,
meses… Me siento bien por haber compartido cada café de la mañana con ella
mientras la veía fumar con la mirada perdida en los recuerdos. Estoy feliz
porque la vida la pusiera en mi camino justo en el momento en el que la
necesitaba. Hoy no te digo adiós, Montse sino hasta luego. Como te solía decir
y tú siempre me mandabas a hacer puñetas: «No mueres mientras alguien te tenga
en su recuerdo». Tú vives en el mío. Lo harás siempre.